4/7/10

LA DESESPERACIÓN

Hacía más de un año que Romina y Antonio vivían un noviazgo lleno de amor y comprensión. Era como decir “que habían nacido el uno para el otro”.
Los padres de Romina eran personas muy severas en su forma de pensar y muy estrictas. Esto hacía que Romina no tuviera, con su madre, la confianza necesaria que toda hija ansía tener. Pero, con la llegada a su vida de Antonio, todo había cambiado. El era su amigo y confidente, además de ser su ferviente enamorado.
Esa tarde, Romina había ido a consultar a su doctora y, cuando ésta le confirmó su embarazo, se puso a llorar desconsoladamente. A pesar de que la doctora trataba de hacerle notar el lado bueno y feliz, ella pensaba en sus padres, aterrada.
Esa noche salió a pasear con Antonio y se lo contó. Éste, después de un breve silencio, la tomó entre sus brazos y, con alegría, dijo: -Nos casamos a fin de mes.
Ella lo miró sorprendida por tan inesperada resolución. –Pero… ¿Qué le vamos a decir a mis padres de este casamiento tan apresurado…?
-La palabra “apresurado” no existe. Le diremos que me llegó el nombramiento que estaba esperando y que nos mudamos a E.E.U.U. Allá, por intermedio de mi tío, conseguiré trabajo. Pero, de aquí, de Mar del Plata, desapareceremos antes de que tus padres se enteren y te amarguen la vida.
-Mañana mismo, me ocuparé de nuestros pasaportes y le escribiré a mi tío para adelantarle todo.
Abrazándola fuertemente, le dijo: -No quiero verte sufrir ni quiero que tiembles de miedo.
Cuando llegaron de regreso a la casa, ambos le dieron la noticia a los padres de Romina.
Ellos no podían entender tal decisión, pero Antonio les habló de su trabajo en E.E.U.U., que le había conseguido su tío y de lo bien que vivirían.
Pasaron los días y Romina no lograba conformar a sus padres, pero hacía lo que podía. Si llegaban a saber de su embarazo, muy distintas iban a ser las lamentaciones.
Una mañana, Antonio pasó a Buscar a Romina con su coche, para hacer trámites de pasaportes. Cuando iban llegando a destino, un coche, a toda velocidad, sin respetar los semáforos, se incrustó del lado de Antonio y, en el choque, éste perdió el conocimiento, estrellándose contra un negocio.
Pronto, la gente se agolpó y trató de auxiliar a la pareja que, ensangrentados e inconscientes, yacían en el coche, con sus cinturones de seguridad abrochados.
El hombre del otro coche había fallecido por el fuerte impacto.
Enseguida llegó la policía y la ambulancia. También acudieron los bomberos porque del lado de Antonio, no se podía abrir la puerta pues había quedado hundida por el tremendo golpe.
A Romina, lograron sacarla con sumo cuidado. La transportaron en camilla hasta la ambulancia que partió velozmente.
Los bomberos debieron trabajar con cuidado para rescatar a Antonio. Sus piernas habían quedado atrapadas entre los hierros retorcidos. Después de media hora de trabajo, y con un doctor asistiéndolo, lograron sacarlo y lo transportaron al hospital. Su estado era muy grave y, por desgracia, cuando estaban llegando al hospital, Antonio fallecía, ante la desesperación del doctor que hizo todo lo posible para que llegara con vida.
Los padres de Romina, enterados por la policía de tal desgracia, llegaron al hospital y, al ver a su hija en ese estado, temieron por su vida.
Pero el doctor los tranquilizó y les dijo que sólo tenía afectadas las cervicales y que con ese cuello ortopédico, que debía usar por un tiempo, sus golpes sanarían también.
Romina preguntaba por Antonio, pero no podían decirle, por unos días, que había fallecido.
Cuando habían pasado tres semanas del accidente, y Romina empezaba a caminar, para poder irse del hospital, supo del fallecimiento de Antonio. Un ataque de nervios, de depresión la volvió a la cama, en la cual se abandonó sin querer comer.
El doctor aconsejó que la viera una psicóloga que le ayudara a comprender su drama. Pero ella se había encerrado en un silencio tan grande, que no se le podía ayudar. No quería escuchar…ni hablar…ni comer.
-Algo grave le pasa -dijo el doctor que la atendía. –Mejor, llamemos a su doctora de familia. Ella la conoce bien y, a lo mejor, logra convencerla, para su recuperación.
Cuando Elsa, su doctora, llegó, Romina la abrazó llorando y quiso quedarse a solas con ella.
-¿Qué voy a hacer ahora…Elsa…? ¡Estoy sola! ¡Muy sola!
-¡No estás sola…no! ¡No voy a dejarte sola, te lo prometo!
-¿Y ahora qué hago con mi bebe…? ¡Si mis padres se enteran, me van a decir de todo…! ¡Sé cómo piensan! ¡No quiero volver a casa!
-¡Vamos…! ¡Vamos…! Romina, yo hablaré con ellos y comprenderán.
-¡Pero Elsa, vos no sabés cómo son…! ¡Te van a decir de todo sobre mí!
-¡Dejá que, al menos, lo intente!
-Está bien…Quiero que me traigas ropa y zapatos para poder salir del hospital.
-Bueno, Romina, quedate tranquila, que te la voy a traer. Ahora voy a tu casa para hablar con tus padres. –y, dándole un beso, salió de la habitación.
Ya, en la casa de Romina, Elsa trató de encontrar las palabras adecuadas para informarles que iban a ser abuelos, en lugar de decirles que su hija iba a ser mamá. Por ahí, la palabra abuelos, los enternecía.
Pero…¡Oh! ¡Qué mentes tenían esos padres! Se levantaron furiosos y dijeron que su hija era la vergüenza de la familia, que hubieran preferido llorarla muerta y no como madre soltera.
Ante tales crueles palabras, Elsa se levantó y les recriminó su forma de actuar y, por más que les dijo todo lo que pensaba, fue inútil. Entonces, les pidió la ropa para Romina y se fue al hospital.
Cuando llegó, Elsa trató de ocultar su disgusto, pero Romina se dio cuenta, al verle la cara que traía.
-¿No te dije, Elsa…? Ellos siempre pensaron lo mismo sobre las madres solteras. Todo lo que vos les digas, no sirve para nada.
Elsa colgó la ropa en el ropero y se sentó a su lado, acariciándola tiernamente. –No sufras, yo estaré siempre con vos, para ayudarte… ¿entendés…?
Romina le pidió que se fuera porque era muy tarde y le dijo que mañana hablarían.
Elsa, comprendiendo el estado de ánimo de Romina, le dio un beso y se fue, diciéndole que al día siguiente pasaría a buscarla.
-Gracias. Gracias –dijo Romina.
Cuando había pasado media hora de la partida de Elsa y las enfermeras ya habían apagado las luces, para dejar dormir a los enfermos, Romina se levantó y se vistió apresuradamente. Abrió la puerta y salió sigilosamente rumbo a la calle sin que nadie la viera, aprovechando la salida de dos señoras que se iban.
Ya en la calle, empezó a caminar sin saber qué hacer ni adónde ir. Entonces, lo pensó un momento y se fue hacia la playa.
Tardó más de media en llegar. Por suerte, la noche era cálida, hermosa y daba gusto caminar.
La playa estaba desierta. Eran las tres de la mañana. ¿Quién podía, a esa hora, deambular…? ¡Sólo ella…!
Se sentó frente al mar, hundiendo, con rabia, sus dedos en la arena, viendo cómo las olas rompían en la costa.
Se levantó y comenzó a caminar como si tuviera la mente extraviada. Y llegó hasta el agua, hundiendo sus pies descalzos en el agua fría.
Se detuvo un instante y luego, como quien recapacita, siguió caminando en el agua, hasta que la misma le llegó al cuello. Y, mirando por última vez hacia el cielo, como para despedirse, se hundió voluntariamente, desapareciendo de la superficie.
Pero Dios no quiso que esas dos criaturas se fueran de este mundo. Hizo el milagro de que Gonzalo, que se había quedado en la playa, recostado en la arena, hasta que amaneciera, observó todo el tiempo lo que la joven hacía, pensando: ¡qué ganas de bañarse a esta hora! Pero, cuando vio que no salía a flote, se asustó y se dijo: -¡Es una suicida!.
Corriendo, lo más rápido que pudo, se arrojó al mar y, dando las brazadas más veloces de su vida, alcanzó a rescatar del agua el cuerpo desvanecido de la joven.
La llevó hasta la playa y, acostándola con cuidado, trató de hacerle devolver el agua que había tragado. La chica, a pesar de sus esfuerzos, seguía inconsciente. Desesperado la cargó en su coche y se dirigió rumbo al hospital.
Cuando llegó con Romina, las enfermeras no entendían nada.
Pronto, el doctor, le hizo el tratamiento de rutina. Las enfermeras le aplicaron una inyección para tranquilizarla, la llevaron a su cuarto, le cambiaron las ropas y la acostaron.
Eran las cinco de la mañana. Gonzalo quiso quedarse a cuidarla, hasta que llegaron sus padres. Se fue, pero prometió volver más tarde.
Volvió alrededor de las cuatro de la tarde. Se dirigió a la habitación de la chica que había salvado. Al entrar se encontró con una joven desesperada que, en lugar de agradecerle, le echaba en cara que la hubiera salvado.
Comprendiendo la actitud de la joven, Gonzalo le prometió, sonriendo, que no lo haría más.
-¡Vos no sabes el daño que me hiciste al salvarme! – le dijo Romina, llorando.
-¿Cómo te voy a hacer daño…? ¡Sólo quise que vivieras…! ¿Te parece poco…?
-Además, una joven tan hermosa ¿qué derecho tiene a suicidarse?
-Anoche tuve coraje para hacerlo. –dijo Romina, llorando. –Yo sé que fuiste bueno y que arriesgaste tu vida por la mía. Pero conmigo perdiste el tiempo porque voy a volver a intentarlo.
-¡Oh! No digas esas cosas tan tristes. ¿Qué te pasa? ¿Qué es lo que te quitó las ganas de vivir?
-¡Nada! No puedo decírtelo…!
-¿Por qué? ¿Querés que te confiese algo…?
-¿Qué…? –preguntó Romina.
-Que me gustaste apenas te saqué del agua. Se te veía tan hermosa… que me dije, con rabia: -¿Por qué? Te prometo que voy a devolverte las ganas de vivir. –le dijo Gonzalo, emocionado.
-¡Eso es imposible! -aseguró Romina.
En ese instante se abrió la puerta y apareció la doctora Elsa, quien abrazó fuertemente a Romina y luego a Gonzalo, agradeciéndole su gesto.
La enfermera les pidió que salieran un momento de la habitación. En el pasillo, Gonzalo le preguntó a Elsa si sabía por qué Romina había querido matarse.
Entonces, Elsa, en forma confidencial, le contó la triste historia de Romina: los planes de casamiento para ese fin de mes, para ocultar que estaba embarazada y el accidente en el que había fallecido su novio.
-¡Toda una tragedia y con semejantes padres…! –dijo Gonzalo. –Yo voy a ayudarla…porque… ¿sabe…? La piba me gustó desde que la saqué del agua.
-Algo pasó en mi alma, cuando la tuve entre mis brazos… algo raro…que me hizo sentir un corazón loco, de tanto palpitar.
-Que Dios te bendiga si es que sentís eso. –dijo Elsa, llorando por la emoción. Ella es una buena chica, te lo aseguro y no te arrepentirás de ayudarla y de enamorarla.
Cuando la enfermera salió, entraron los dos a la habitación. Romina se veía muy seria y callada.
-Elsa ¡Quiero irme del Hospital!
-Tenés que quedarte dos días más, mi amor. Estás muy débil y el suero te hace falta. ¡Sé buena…! ¿sí? –le dijo Elsa, tomándole la mano.
Romina miró a Gonzalo y le dijo: -¿Qué estás haciendo aquí…perdiendo el tiempo…?
-Vamos Romina, no seas agresiva con quien menos se lo merece. –dijo Elsa.
-Bueno. Perdoname. Pero ya te agradecí por haberme salvado. ¡Ahora podés irte…!
-¡Romina! –volvió a decir Elsa. -¡Esa no es manera de agradecer a nadie!
-Es que si él no se hubiera metido en el agua, ahora yo estaría donde quería estar, allá arriba.
-Vamos Romina, no debes pensar así. La vida es hermosa, como vos y yo te voy a ayudar a salir de este mal momento.
-¡A mí, nadie puede ayudarme! –respondió Romina, llorando.
Elsa, tomándole la mano, se la palmeó cariñosamente y acercándose a su oído, le susurró: -¡Gonzalo lo sabe todo…pero todo… yo se lo conté!
Romina la miró y no supo qué decirle, se sentía derrotada.
-Bueno, tengo que ir a atender el consultorio. A la noche vuelvo. –y dándole un beso, se fue.
Gonzalo acercó la silla a la cama y se puso a charlar con Romina. Quería darle fuerzas, devolverle las ganas de vivir.
El se sentía poderosamente atraído por la joven. Ninguna mujer le había provocado tal estado de ánimo. ¿Era eso amor?, se preguntaba. -¡Entonces, bendito sea…! –se dijo para sí.
Tomando la mano de Romina, quiso transmitirle sus emociones. Mientras…la tarde iba durmiendo su siesta y los últimos rayitos del sol se iban perdiendo en la oscuridad de la noche.
Quizás, el tiempo ayudara a Romina a sobrellevar tan desgraciado accidente. Y…una nueva ilusión de amor fuera la compensación a tanta pena y desesperación.

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