29/4/10

PENSAMIENTOS

Cuando llega una hora en el día, en que no sabes como convivir con tu tiempo, y te sientes perdida en tus ideas ...un libro es la maravillosa compañía silenciosa que está siempre a tu lado, sin reproches y que te ayuda a sosegarte...pués bien, yo quiero ser ese libro lleno de ternura que con palabras armoniosas, te haga emocionar y pensar que no todo en la vida está perdido..!

PENSAMIENTOS

Pensar...pensar...sin que nadie te interrumpa, sentada en tu sofá, mirando el infinito, te hace sentir como que tu alma fluye dulcemente entre extrañas sensaciones, y buscás en ése instante algo que la contenga, algo que disipe su entorno...entonces ahí quiero estar yo con mis poesías, para hacerte la compañía necesaria, en ésa transición de un nuevo día.-

25/4/10

HE LEIDO ESTO....Y ME ATRAPÓ...QUIERO QUE LO SEPAS

La Sra RITA LEVI-MONTALCINI, Neuróloga italiana y Premio Nobel de Medicina en l986 dijo éstas sabias,maravillosas y exáctas palabras, para recordarlas:

HAY QUE MANTENER EL CEREBRO ACTIVO....ILUSIONADO....HACIÉNDOLO FUNCIONAR, ASÍ NUNCA SE DEGENERARÁ,PORQUE HAY QUE ESTIMULARLO SIEMPRE, Y LA CLAVE DE TODO ÉSTO, ES TENER CREACIONES...PASIONES...!
¡PORQUE EN LA VIDA TE PUEDEN PROHIBIR TODO....MENOS PENSAR...!

¡SABIAS PALABRAS PARA RECORDAR..!

LAS HERMANAS

Cecilia y Marisol eran dos hermanas tan diferentes en cuanto a su aspecto y a su personalidad, que no parecían ser hijas de una misma madre.
Rosaura, la madre, era alta, delgada y de pelo renegrido. En cambio Juan, el padre, era rubio, de ojos celestes y muy buen mozo. Formaban los dos una linda pareja.
Como si hubiera sido algo premeditado, Cecilia era igual a su madre y Marisol se parecía a su padre y, como ambos tenían diferentes formas de reaccionar, ellas habían heredado sus defectos y sus cualidades.
Rosaura era enérgica, de carácter decidido y rápida en sus decisiones, en cambio, Juan pensaba mucho antes de tomar cualquier resolución.
Las hermanas no se tenían profundo afecto, siempre estaban discutiendo y tenían ideas tan diferentes, que terminaban distanciadas.
Cecilia ya había cumplido veinte años y Marisol, veintidós y Rosaura no había conseguido que ambas se quisieran como deben quererse dos buenas hermanas, que se pelean y se reconcilian como si nada hubiera pasado.
Pero las cosas iban mal, ninguna de las dos ponía nada de su parte que las tranquilizara, a tal punto que Rosaura tuvo que separarlas de dormitorio. Lo que a una le gustaba aquí, a la otra le gustaba allá. Era una eterna y aburrida discusión diaria, a la que ella quiso poner fin, dándole a cada una su lugar íntimo.
Marisol era muy celosa de Cecilia y la controlaba en todo, de modo que al tener ahora cada una su lugar propio, se calmarían los ánimos.
Un día apareció Cecilia con la noticia de que hablaba con un joven, al que pretendía presentar a sus padres. Entonces, Marisol le reprochó el no haberle comentado que lo había conocido.
-¿Cómo voy a contarte algo, si cuando dormíamos en la misma habitación te molestaba hasta que te hablara? Bueno… ahora que estás sola ¿te molesta también que no te hable…? –dijo Cecilia.
-¿Sabés una cosa Marisol…? -agregó Cecilia -Como hermana no tenés el más mínimo sentimiento afectivo, ¿qué querés entonces que me induzca a decirte nada…?
Rosaura, al entrar, escuchó lo que decía Cecilia a Marisol y se entristeció al ver que sus hijas se distanciaban cada día más y que ella nada podía hacer para remediarlo.
-Mamá –exclamó Cecilia al verla- ¿mañana, que es domingo, puedo traer a mi novio para presentártelo…?
-Pero sí, hija mía, si ya lo considerás tu novio, claro que quiero conocerlo. –le respondió.
-Entonces avisale a papá que no salga porque esta noche voy a bailar y volveré tarde para decírselo yo.
-Bueno mi amor, andá a pasear que mañana será un gran día. –y al ver que Marisol salía de la habitación enojada, se acercó a Cecilia y abrazándola, le preguntó con ternura: -¿Qué pasa entre ustedes, Cecilia?
-Contra ella no tengo nada, pero todo le fastidia, todo lo que hago y digo. Dormíamos juntas y quiso tener habitación aparte, no quería charlar conmigo cuando nos acostábamos, como lo hacen mis amigas con sus hermanas, y todo lo que yo hacía le molestaba.
-Es cierto, tu hermana está cada día peor y no puedo llegar a su alma porque ella no admite la confidencia y me aleja diciéndome “mamá no te metas”.
-¡Ya ves, no es culpa mía, mamá! Además no es capaz de tener una amiga mucho tiempo, siempre se pelea. A mí me hizo sufrir mucho, pero ya no se lo voy a permitir más. Lo malo es que ella me busca para discutir.
-Bueno, ahora pensemos en vos y en tu novio… ¿cómo se llama?
-Andrés, mamá. Y te va a gustar porque es muy buena persona, de buenos sentimientos y respetuoso de la familia.
¡Ah!... eso me gusta -dijo sonriendo Rosaura -son los valores más importantes de una persona.
Cecilia se despidió de su madre y fue a encontrarse con Andrés.
Rosaura subió a la habitación de Marisol y la encontró acostada.
-¡Pero hija! ¿Qué hacés acostada? ¿No vas a salir a pasear?
-¿Mamá a qué viniste? ¿A molestarme?
-¡Cómo me decís semejante cosa Marisol!
-Es que estoy de mal humor y vos venís a ponérmelo peor.
-Estás equivocada hija mía. Yo vengo a entender qué te pasa… vengo a ayudarte a que te sientas mejor.
-Mamá, yo no necesito tu ayuda ni la de nadie. –acotó Marisol despectivamente.
-¡Linda forma de contestar! –agregó Rosaura. –Pero soy tu madre y te perdono tus malas contestaciones. Pero con ese carácter agresivo, no vas a conquistar a ningún muchacho.
-Claro… como Cecilia, que es menor que yo, ya tiene novio, vos venís a molestarme con eso ¿verdad mamá?
-¡Oh! ¡Qué disparate! –Agregó Rosaura -¿Cómo decís eso? ¿Cómo podés pensar que me acerco tan sólo para molestarte? ¿En qué cabeza cabe tal idea?
-En la mía -dijo Marisol. –Y andate que quiero dormir.
Amargada, Rosaura salió de la habitación, sin ganas de seguir hablando con su hija. Pensó que Cecilia tenía razón, que Marisol sólo abría la boca para lastimar.
Por suerte, en ese momento llegaba su esposo y se sentó con él en el living.
Ellos eran felices y se llevaban muy bien. No entendía a quién había salido su hija.
El domingo llegó pleno de sol y con buen tiempo. Cecilia presentó, emocionada, a su novio.
La mesa estaba servida y Marisol no bajaba Entonces empezaron a comer sin ella.
Cuando apareció, Cecilia le presentó a Andrés y la invitó a compartir la merienda.
Todo transcurrió en paz, por suerte. Pero cuando Andrés se retiró, Marisol no pudo con su genio.
-Está bastante bien tu novio, es muy buen mozo y agradable, a éste te lo roban enseguida. –dijo riendo a carcajadas.
Cecilia la miró disimulando su fastidio, por respeto a sus padres y le contestó sonriendo irónicamente:
-Al menos yo tengo algo en qué preocuparme… ¿vos no te aburrís por no tener nada?
Cecilia salió un rato a la calle, le asfixiaba la conversación con Marisol.
Rosaura y Juan retaron a su hija y trataron de hacerle entender que con su agresividad, no iría a ninguna parte y que de esa forma, estaba perdiendo el cariño de su hermana.
Marisol se levantó fastidiada, dijo que tenía que salir, tomó su cartera y se fue.
Al salir, vio que su hermana estaba charlando con una vecina, en la vereda de enfrente, pero hizo como que no la vio y paró un taxi.
Cecilia se despidió de la vecina y entró a su casa. Sus padres seguían aún sentados en el sofá, charlando animadamente, y se sentó frente a ellos, con la felicidad de una hija que tiene los padres que ama.
Pasaron dos años. Cecilia estaba preparando los detalles de la boda. Andrés había comprado un coqueto departamento y ya tenían todos los muebles. Sólo faltaba la boda y disfrutarlo con amor.
Y llegó el momento tan esperado por los novios. La boda fue hermosa e inolvidable. Y luego, partieron embelesados en viaje de luna de miel.
Marisol disfrutó la fiesta de casamiento. Y quiso, la varita mágica que Dios desde el cielo dirige, que conociera un muchacho.
Rosaura y Juan vivieron ese momento con felicidad, pero nada le comentaron de sus sentimientos a Marisol. Sabían del mal carácter de su hija y pensaron, acertadamente, que a veces es mejor callar y esperar.
Tomados del brazo, Rosaura y Juan salieron a pasear y en su ir y venir, por esas calles tan caminadas, pensaron en sus hijas y, con cierta tristeza, en esas dos hermanas, de las cuales una ponía lo bueno y la otra, lo malo.
-¿Cambiaría el amor a Marisol? -pensaron Rosaura y Juan, mientras se perdían en la distancia, disfrutando de la calidez de la noche.

EL IMPACTO

Después que papá sufriera ese derrame cerebral, nos parecía imposible su lenta y efectiva recuperación. Pensar que estuvimos toda aquella noche esperando su deceso y Dios quiso dejarlo con nosotros.
Luego, su recuperación fue lenta, pero, de a poco, fue mejorando. Desgraciadamente era asmático y esa enfermedad lo tenía a mal traer. El médico nos aconsejó que nos mudáramos a un lugar más abierto, con terreno, de modo que el aire puro le diera las fuerzas que no tenía.
Nosotros vivíamos en un departamento y la plaza, aunque quedaba a dos cuadras, de nada le servía a papá porque no podía caminarlas por su enfermedad.
Le comentamos esto a un amigo que vivía en un hermoso barrio, cerca del aeropuerto de Ezeiza, donde el verde y el aire puro lo iban a restablecer ampliamente. Sería como tener una plaza en la casa, para nuestro uso.
Nuestro amigo nos consiguió un chalet que era de un matrimonio con un bebe de un año, que ya no podía pagar ese alto alquiler. El chalet tenía living comedor, cuatro dormitorios, baño completo, toilette, una gran cocina, con alacenas, dependencias de servicio y lavadero y un terreno de mil metros cuadrados.
-¡Cómo! –pensaba yo -¿Esta pobre familia vive en semejante chalet con un bebe?
-Y la política es así. –nos comentó nuestro amigo. –Distribuye mal las cosas.
-Ellos quieren permutar por algo en la capital. –nos dijo.
Y… ahí nomás se hicieron las presentaciones del caso. Nosotros nos quedamos maravillados con el chalet y ellos encontraron en nuestro departamento lo que necesitaban: poco alquiler y vivir en la Capital Federal.
Pero todo no terminaba ahí. El barrio pertenecía al Ministerio de Hacienda y había que hacer trámites para conseguir que se otorgara la permuta..
Con el certificado médico de papá y todos los antecedentes sobre su precaria salud, me dirigí, esa mañana, al Ministerio de Hacienda, a pedir una entrevista con el Ministro, ya que esa era la única forma de acceder a ese barrio.
Viajé en colectivo y luego en subte, hasta Plaza de Mayo.
En el subte estaba tan absorta pensando cómo iba a conseguir esa entrevista, que no miraba a nadie.
Pero, en un momento en que levanté mi vista, me sorprendió la mirada fija de un joven sentado frente a mí.
Turbada por el hecho, bajé rápidamente mis ojos hacia el piso, pero, cada vez que los levantaba, estaban los de él mirándome dulcemente.
Era un joven buen mozo y elegante, con su impecable traje y su sobria corbata.
Por suerte, llegamos a Plaza de Mayo y, luego de mirarme nuevamente, se levantó y desapareció de mi vista, entre la gente.
Notó que yo no correspondía a sus gestos. ¡Cómo iba a hacerlo si era casada…!
Pero, en mi apuro por llegar al Ministerio, me olvidé por completo del incipiente galán y me dediqué a lo mío, que era bastante importante.
Subí al piso indicado y, cuando estaba llegando a la Secretaría, para pedir al secretario la entrevista con el Ministro, un temblor me invadió de repente y tuve que aspirar un rato, para seguir mi camino.
Los nervios de pensar a lo que iba, me traicionaron de golpe. Serenándome, me dije: -pensá en tu papá. El miedo desapareció pensando en él.
Llegué a la puerta indicada y golpeé, ya, más serena. Cuando vi la sombra de alguien, que se acercaba a abrirla, tragué aire y me dije –“fuerza”.
Cuando la puerta de la secretaría se abrió, me quedé paralizada y los colores subieron a mis mejillas. El joven Secretario del Ministro era el muchacho del subte quien, al verme, sonrió complacido y me invitó a pasar.
-Pero, qué casualidad.¡Siéntese…siéntese! –me dijo amablemente.
Yo me senté frente a él y, al verlo, me serené. Era como si él hubiera sido un conocido. Eso me alentó a contarle el problema por el cual yo había ido a solicitar la entrevista.
Me escuchó atentamente, hasta cuando yo le aseguraba que en la permuta no había dinero de por medio, sino necesidades perentorias de ambas partes.
Le expliqué que el señor del chalet ya no podía pagar más el alquiler, que ya debía tres meses y que no tenía trabajo. Y, también le dije que mi papá necesitaba cambiar de aire urgente, por su delicada salud.
Me escuchó atentamente y, con una agradable expresión de sus ojos, dijo: -Hoy las entrevistas están completas, pero voy a hacer algo por ud.. Siéntese. –agregó, acompañándome a un hall, entre la secretaría y la oficina del Ministro. –No sé dentro de cuanto tiempo la voy a hacer pasar, pero voy a intentarlo. Voy a ver a cual de los que entrevistará el Ministro hoy, puedo pasarlo para otro día.
Me quedé emocionada por su gesto. ¿Tanto le había impactado, para que él hiciera esto por mí? –pensé, mientras esperaba sentada en el hall.
Creo que estuve más de una hora esperando. Cuando él me dijo que pasara, mis piernas estaban duras, acalambradas de tanto estar sentada. Creí que no podría caminar…Haciendo un esfuerzo, me levanté y fui hacia el despacho del Ministro, que estaba parado al lado de su escritorio.
Me invitó a sentarme y, como quien tiene poco tiempo para atender, me preguntó cuál era mi problema.
Entonces le conté, en forma breve y concisa, aunque sin omitir detalles, aclarando absolutamente que, en tal permuta, no corría dinero de por medio –ya que ese detalle era primordial. Las casas no podía ser vendidas, así lo establecía una cláusula del otorgamiento de las viviendas y debía ser respetada.
Concluida la entrevista, me saludó, dándome la mano y me retiré.
El Secretario me estaba esperando y le conté cómo había sido la conversación.
-Bueno, quédese tranquila. Me ocuparé de que el Ministro permita que la sección Viviendas del Estado atienda su pedido.
Me pidió mi teléfono, mi dirección y la dirección del chalet del barrio, que yo solicitaba.
Me estrechó la mano, con una agradable sonrisa en sus labios y me despidió hasta su llamado. Nada me dijo de la casualidad del encuentro, en ese momento, tal vez porque yo le había dicho que era casada, pero… me dio su tarjeta personal.
Me fui a casa enseguida. Deseaba contarle a mi esposo todo lo sucedido. Mientras viajaba, le agradecía a Dios por ese encuentro con el joven del subte. ¡Eso era como un milagro...!
Pasaban los días y yo, ansiosa esperando el llamado. Recién el día jueves sonó el teléfono y la voz de él me informó que el día lunes tendría una entrevista con el jefe de la Sección Viviendas del Estado.
Mi alegría era tan grande, que le agradecí varias veces su ayuda y acordamos que él me esperaría el día lunes a las 13.00, en el 2do. Piso del Ministerio para presentarme al Jefe de Viviendas.
La semana me pareció más larga que otras, no llegaba nunca el lunes. Los días me parecían interminables por la ansiedad que yo tenía.
Por fin, el lunes a las 13.00 estaba yo, en el 2do. Piso del Ministerio y, ahí, estaba él, esperándome.
-Hola –me dijo, acercándose. -¿Qué tal, sra. Graciela?
-¡Bien… bien nerviosa, digo…!
-No se ponga así, ya hablé con el Jefe, le dije que ud. es conocida mía, de modo que debemos tutearnos. Yo me llamo Andrés.
-Sí, ya lo leí en su tarjeta.
-Bueno, tratá de familiarizarte con el tuteo porque, si me decís Ud., va a desconfiar de que somos amigos.
-Tenés razón. –y luego de charlar un rato, me llevó a la oficina del Jefe, con quien tuve una extensa conversación. Me pidió que compareciera con el inquilino del chalet, con todos los papeles del mismo.
Además, me dijo que no se podía permutar una casa del Estado por una particular. Sentí que mis ilusiones se iban al suelo, pero Andrés, después de despedirnos del Jefe, me dijo: -Dejá Graciela, de eso me ocupo yo.
Salimos y fuimos hasta su despacho, ahí conversamos largamente.
Me dijo que yo le había impactado profundamente el día que me conoció y que, desde ese día, no podía sacarme de su pensamiento.
-Te agradezco tus palabras -le contesté. –Pero soy casada, bien casada y tengo dos hijos.
Él se levantó y yo hice lo mismo. Me acompañó hasta la puerta y me saludó sonriendo.
-Andá tranquila. De algún modo, voy a solucionar este problema. Dejame pensar cómo, yo te vuelvo a llamar. Y, dándome un beso en la mano, me despidió.
Salí temblando de nervios, por lo que él me había confesado.
-Qué mala suerte –me dije –mezclar las cosas justo ahora. ¿Por qué me habrá confesado sus sentimientos justo ahora?
Cuando llegué a casa, le conté todo a Rolando, mi esposo. El sabía muy bien cómo era yo, de modo que como si fuéramos dos amigos charlando, hablamos profundamente sobre el tema. El sabía que yo saldría bien del problema. Pero lo angustiante era el otro inconveniente, el de la prohibición de la permuta.
Además, para mi desgracia, mi departamento era propiedad del entonces Ministro de Trabajo y no permitía la permuta.
¡Más problemas no podía tener!
A la semana siguiente fui al Ministerio con el dueño del chalet. Él hizo la declaración jurada, en la que declaraba que sólo permutaba su casa por la mía por necesidad, ya que no tenía trabajo y en la capital su situación cambiaría para bien.
Lo mismo declaré yo y salimos de la oficina. Me despedí del señor y fui rápidamente a la Cámara de Alquileres, dónde presenté una nota gestionando la permuta de una vivienda del Estado por otra particular.
El Ministro de Trabajo había dado su negativa a dicha permuta porque él pensaba vender el edificio y, ante tal hecho, fui a ver a Andrés, quien me recibió enseguida.
Cuando le conté que mi esposo había ido a ver al dueño de nuestro departamento y que su secretario se limitó a transmitirle su negativa a tal permuta, Andrés se puso a pensar y, luego, me tranquilizó.
-Deja esto por mi cuenta, dame las fotocopias de los papeles que presentaste en la solicitud de la permuta, en la Cámara de Alquileres.
-Los tengo aquí, en mi carpeta –le dije.
-Bueno. Dámelos –y mandó a su empleado a fotocopiarlos.
Luego, cuando el empleado regresó, me dio los míos y él armó una carpeta. –Bueno, ahora me voy a ocupar. Andá tranquila. Apenas tenga noticias, te llamo.
Traté de irme enseguida para evitar que él volviera a hablarme y, saludándolo, me fui.
Pasó una semana interminable. Tenía miedo del dictamen de la Cámara de Alquileres. Seguramente iban a favorecer a un Ministro de Trabajo y no a una desconocida como yo.
El día lunes amaneció hermoso, con fresca temperatura. A eso de las 10.00 de la mañana sonó el teléfono, corrí para atenderlo y, tratando de disimular mi ansiedad, atendí. Era Andrés, que me pedía que fuera al Ministerio con la carpeta completa del chalet y de mi departamento.
Tomé un remis, para llegar lo antes posible y lo logré. Subí a su oficina y, ahí, me recibió con una amplia sonrisa y gesto triunfador.
-¡Ganamos…! –me dijo. –La permuta está otorgada. Este es el primer antecedente de una permuta de una casa del Estado por otra casa particular.
Yo tapé mi boca con mis manos, en un gesto de estupor… no podía creerlo… Él lo había conseguido. Mi otro yo lo habría abrazado de agradecimiento, pero me contuve y estreché sus manos, emocionada, mientras caían lágrimas de mis ojos.
-¿Cómo… llorando…? ¡No…No! El premio a mi buena noticia debe ser una sonrisa.
Y Juntos fuimos a la Oficina de Inmuebles del Estado, donde Andrés completó el trámite final de la permuta.
El Jefe de Inmuebles era un hombre fastidioso. Trataba de encontrar algo en el expediente, como para entorpecer el trámite.
Andrés, luego de decirle algo que yo no escuché, me tomó del brazo y salimos de la oficina.
-Ahora, te invito a almorzar y no acepto negativas –me dijo, sonriendo.
Pensé rápidamente que no podía decirle gracias y chau. Lo que él había hecho para conseguir tal permuta, sabiendo que mi departamento era propiedad de un ministro, lo sabía sólo él. Yo no quise preguntarle. Entonces, conociéndome cómo era, acepté la invitación, como quien acepta la de un gran amigo.
Fuimos a un restaurante. Él eligió una mesa al lado de la ventana, desde donde se apreciaba ampliamente la Plaza de Mayo, que, con su verde arboleda, recreaba la vista.
Fui sabiendo que él me iba a volver a hablar de sus sentimientos, pero yo tenía que ingeniármela para zafar, sin ofenderlo.
Y así fue, me dijo cosas muy lindas, con respeto. Me contó que, durante este mes y medio que había durado el trámite, él se había hecho ilusiones conmigo porque yo era la clase de chica que a él le gustaba. Y elogió mis ojos, mi rostro… mi cuerpo…
Yo me sentía mal por tener que decirle que no podía tener una relación con él porque estaba casada y mi vida matrimonial andaba sobre rieles. ¡En ese momento deseaba haber sido soltera para no herirlo, no se lo merecía!
Como pude, con buenas y sabias palabras, que dicta la conciencia, traté de llegar a su corazón, de modo tal que mi negativa no lo lastimara.
Después de un almuerzo, que duró dos horas, nos fuimos, como amigos, sintiendo que algo que él quiso que fuera, no pudo ser.
Nos despedimos hasta el miércoles, día que el jefe de Inmuebles había previsto para la adjudicación de la vivienda.
Andrés me dijo que si ese día yo tenía algún problema, fuera a buscarlo inmediatamente. Y me dio un beso en la mejilla, como despedida.
Subí a un taxi y me perdí por las calles de Buenos Aires, mientras él me miraba partir.
Cuando llegué, le conté todo a mi marido. El aprobó mi comportamiento.
Llegó el miércoles. Ese día me acompañó mi esposo. De común acuerdo, compramos un juego de lápiz y lapicera Parker, de oro, para regalarle a Andrés, en agradecimiento por todo lo que había hecho por nosotros, o mejor dicho por mí.
Al llegar al piso de Inmuebles, nos encontramos con el jefe, quien había estado hablando con el inquilino del chalet. Nos dijo que no confiaba en que la permuta se hiciera sin dinero, poniendo, de este modo, nuevamente, una traba en la operación.
Mi esposo le aseguró que no eran ciertas sus sospechas y, mientras ellos hablaban, yo fui a buscar a Andrés.
Apenas vio mi cara, se dio cuenta de que algo pasaba.
-¿Y, ahora qué pasa…? –preguntó, extrañado, luego de saludarme con un beso de amigo.
Cuando le conté la historia que estaba haciendo el Jefe y su desconfianza, bajó conmigo, con verdadero fastidio.
Llegamos a la oficina, él entró solo. Yo no sé qué habrá dicho ahí adentro, pero, luego de diez minutos, el Jefe salió con los papeles y nos dijo: -Ahora pueden pasar por la caja 2, pagar lo adeudado del chalet porque ya está a nombre de ustedes dicha propiedad.
Yo miré a Andrés y sentí ganas de abrazarlo, pero, simplemente, le entregamos, con mi esposo el regalo. Cuando él lo vio, no quiso aceptarlo. Pero mi esposo le insistió de tal manera que lo recibió.
Nos acompañó hasta abajo, hasta la Caja 2, para concluir el trámite.
Mientras mi esposo efectuaba el pago, en la caja, Andrés me dijo que nunca me olvidaría y que, realmente, se había enamorado de mí.
-¡Qué suerte tiene tu esposo de que vos lo quieras! Te agradezco el regalo y cuando escriba, pensaré que tengo mis dedos entrelazados en los tuyos y que en algo quedamos unidos, sin que nadie nos separe. ¡Hasta siempre, mi amor! – me dijo, alejándose de mí.

DESEOS

Tengo miedo de las sombras
que me envuelven mortecinas
y el silencio de la noche me cubre
cual sábana en mi cama
Y en mi soledad todo se conjura
la mente divaga tiernamente
y el calor de tu cuerpo que me llega
me hace acurrucar mimosa
esperando tus caricias
Triste desencanto al comprobar
que tú no estás conmigo
y me quedo quieta…silenciosa
acurrucada entre las sábanas
y al no sentirte…me rindo
Quietud del alma que no duerme
porque está sola y triste
Silencio impenetrable
Abismo de deseos contenidos
vorágine de amor que se pierde
aletargada en un susurro
y prisionera en el calor de sus deseos

JAMÁS

Jamás...jamás... una caricia
de tus tiernas manos
ni una dulce palabra de amor
de tus labios en mis oídos
Sacaste un solo pasaje hacia el cielo
y me dejaste perdida… anonadada
en una noche silenciosa y sin estrellas
Te busco en mi pensamiento
con mis párpados cerrados
y quedándome quieta en nuestro sillón
deseo el roce de tu mano
Inútil soledad…el alma llora
su pena día a día
y un cúmulo de ideas
desesperadamente me torturan
Miro el jardín lleno de flores
jardín que no puedes ya mirar…
Ya no es nuestro rincón
ahora…es solo mío…y que..?
Solo puedo sentada sobre el pasto
añorar tus pisadas tan lejanas
acariciar el camino que tu andabas
y contemplar tu rostro
desde lo más profundo de mi mente…!

24/4/10

LA SOLEDAD

Inútil soledad del que tristemente espera
el día y la noche se conjuran vanamente
y lo que el alma imaginó…ya nada queda
Dios sabe donde vive el ser eternamente


¿Cómo saber si desde arriba estás mirando?
¿Cómo entender que te has ido para siempre?
Preguntas…preguntas… que solas van rodando
y sin respuesta van quedando inútilmente


¿Y donde queda el espiritu… donde el alma..?
¿En que laberinto del cielo quedan ellas…?
¿Buscarlas en la noche donde hay paz y calma..?
¿O buscarlas en el fulgor de las estrellas..?

LA TRISTEZA

La tristeza es la única enfermedad
que no tiene cura…ni remedios
y solo el tiempo tiene la bondad
de que sientas paz por ese medio


¡Pero cuanto tarda el tiempo en pasar!
¡Y de pronto compruebas que ha pasado!
¿Cómo sufriendo se puede así llegar?
¡Solo el llanto te deja sosegado!


Amor sin ansias se quedó mi alma
y solo te veo en mi pensamiento
En el cielo al verte tendré calma
y mientras tanto…sufro en el intento…!

¡YA NO ESTÁS...!

Me queda mucho tiempo para vivir sin vos
la soledad se torna inmensa y traicionera
no puedo aceptar el silencio de tu voz
pues la vida no es para mi ya placentera


Trato de no pensar que te fuiste para siempre
que estás como ayer esperando mi llegada
y al ver el sillón vació…todo es deprimente
vuelvo a llorar…sin ti la vida ya no es nada


En que puedo pensar, si en todo prevaleces
estás en mis ojos…mi mente y en mi alma
dime amor como hacer para que no me pese
ésta ausencia mortal que anula paz y calma

22/4/10

DEJAME DORMIR

¡Oh...déjame dormir que estoy cansada
y no quiero que me acosen pensamientos
porque durmiendo ya no siento nada
y pienso que todo lo ha llevado el viento..

Quiero dormir..que ésta pena que tengo
me ahoga de tal modo que presiento
que ya no estoy aquí...`por eso vengo
a llorar en mi almohada...mi sufrimiento

Quiero dormir...olvidarme de todo
de todo...hasta poder conciliar el sueño
Si mañana me acuerdo...haré de modo
que mis pensamientos ya no tengan dueño

¿SABES...?

Necesito del refugio de tus brazos
para ahogar la pena que me aturde
Cuando sufre el corazón un latigazo
entre sombras la razón se hunde

Es entonces amado cuando el alma pide
en su soledad...tu compañía
Los sueños cual flor de sed muriendo viven
las breves horas de su agonía

Sé para mi dulce amor la fuente pura
en quien colmar mi sed pueda siempre
Se alimenta el corazón en la dulzura
que es de nuestra vida el aliciente

21/4/10

LA NENA

La soledad es el refugio de los débiles, de los que se niegan a sobrevivir una existencia que, a lo mejor, no tiene el mismo carisma que en años anteriores, porque la vida junta años sobre años en el ser desprevenido y, cuando éste se da cuenta, se niega a vivir con ellos o se niega a sobrellevarlos sobre sus espaldas, como si fuera la peor carga que debiera soportar.
Yo me negaba a esa idea y a ver a otros, practicarla. ¿Cómo podía evitarlo yo sola?
Me puse a pensar… y a pensar… y pronto nació la idea de escribir algo que pudiera tocar bien de cerca a esas personas, que pudiera hacer vibrar las fibras más profundas de su ser y volverlos a la realidad.
Y esa noche, sola en mi habitación, presa de un silencio maravilloso, que yo disfrutaba ampliamente, comencé a escribir, atrapada por la vorágine de mi imaginación.
De pronto, escuché cómo un trueno espantoso se hacía añicos en el cielo. La lluvia caía a raudales contra el vidrio de mi ventana. El viento silbaba con furia una nota triste y repetida, sin melodía alguna.
El cielo se había oscurecido de tal forma, que su negrura era impenetrable.
Los golpes en la puerta me volvieron a la realidad. Al abrirla me quedé muda de asombro. Una criatura, de rostro angelical, completamente empapada, me pedía que la dejara entrar, sollozando quedamente.
No tendría más que tres años y me miraba asustada, tiritando de frío.
La envolví en un toallón y la acerqué al fuego, mientras llenaba con agua caliente la bañadera.
Despojé a la niña de sus ropas mojadas y la sumergí en el agua. La expresión de su rostro cambió, se serenó su mirada y se tornó sonriente. De su boquita fluían palabras continuas y repetidas: ¡Qué lindo! –decía, hundiendo su manito en el agua caliente. -¡Qué lindo! Mientras, yo lavaba su ensortijada cabellera rubia.
La saqué del agua envuelta en mi gran toallón y la sequé rápidamente, lo mismo que a sus cabellos.
¿Pero qué ropa le pondría? Busqué dos remeras y una bombacha mías y se las puse.
La arropé lo mejor que pude y la acosté en mi cama, bien calentita.
-¿Quién era esa nena…? ¿De dónde había aparecido…? –me preguntaba intrigada.
Me asomé a la ventana y nada ni nadie se veían en la calle.
Entonces, me volví hacia ella y tomándole las manitos, le pregunté: ¿De dónde venís…?
-Del tutú. –me respondió, despacito, en su media lengua.
-Y… ¿Dónde esta el tutú? –le pregunté, mientras la zarandeaba para que no se durmiera. Pero todo fue inútil, porque el angelito se quedó profundamente dormido.
Llamé inmediatamente a la comisaría más cercana, para averiguar sobre algún accidente en la ruta, pero nada sabían.
Luego, llamé al hospital y me dijeron que no habían recibido heridos.
Entonces me asusté y pensé que, a lo mejor, la gente estaría tirada en el suelo, sin ningún auxilio.
Corrí a la casa de mi vecina, le expliqué lo que me pasaba y le pedí que se quedara en mi casa, cuidando a la nena, hasta que yo volviera. Y, bien abrigada, con mi capa de lluvia, me dirigí hacia la ruta, con la linterna en la mano y mi celular en el bolsillo.
El viento arreciaba, doblando las copas de los árboles y yo apenas podía caminar. Me sujetaba de los árboles. Y mi capucha dejaba al viento mis cabellos, chorreando agua.
Como pude, me arrastré hasta el camino y con mi linterna, busqué de un lado al otro. Si la nena había llegado a mi casa, yo tenía que llegar a encontrar el auto de donde ella había salido. El coche tenía que estar cerca.
De pronto, me pareció escuchar un quejido. Busqué alumbrándome con la linterna hasta que llegué al puentecito que bordea la ruta. Entonces, con terror, vi el coche hundido en el agua. Me acerqué, como pude, y vi a una joven pareja mal herida, que se quejaba, sin poder moverse.
Llamé con mi celular a la comisaría, les di la posición del auto y les pedí que vinieran pronto porque estas personas se iban a ahogar.
Yo les mantenía las cabezas levantadas, fuera del agua, para que pudieran respirar. Pero el frío era tan intenso que mis manos se congelaban y ya no podía sostenerlas. No sentía mis dedos ni mis pies. Me tranquilicé al escuchar el aullar de la sirena de la policía y, como pude, elevé la linterna para que me ubicaran.
La ambulancia había llegado velozmente y la policía, también. Pero los cuerpos de los jóvenes estaban atrapados en el vehículo y costaba mucho trabajo sacarlos.
Llegó la grúa y, con gran riesgo de caer en el agua, pudo elevar el coche y ponerlo en tierra firme.
La pareja sangraba abundantemente, pero todavía emitían quejidos. Un médico los preparó para sacarlos del coche y llevarlos en la ambulancia hasta el hospital.
Yo fui con ellos, envuelta en una frazada y muerta de frío.
Cuando llegamos al hospital, me llevaron a la sala de guardia para atenderme. Mis manos y mis pies estaban lastimados. A ellos les tomaron radiografías para comprobar si tenían fracturas.
En eso, apareció el comisario y me felicitó por lo que había hecho. –Les salvaste la vida. –me dijo, acariciándome la cabeza- Si no hubieras llegado a tiempo, habrían muerto ahogados.
Lloré de emoción y de alegría. Le dije al comisario que yo era la joven que lo había llamado dos veces por teléfono, por la aparición de la nena, y que ella estaba a salvo en mi casa.
Pronto apareció el médico para dar el parte sobre la salud de los accidentados. Por suerte, sólo habían sufrido fracturas en las piernas, pero no de gravedad y tenían golpes en el resto del cuerpo. Estaban doloridos.
Fuimos los tres hasta la habitación de los esposos, que aún seguían inconscientes.
Dos enfermeras dieron el último toque a los frascos de suero y los dejaron solos con nosotros.
-¡La nena…! -comenzó a decir la joven señora. -¡La nena…! –ya empezaba a reaccionar de su accidente, por suerte.
-¡Está bien señora! –le dije acercándome –Está sana y no se ha lastimado en absoluto.
-Pero… ¿Dónde está?
-Está en mi casa, muy bien cuidada. –le dije, tratando de serenarla.
El comisario se acercó a la joven y le dijo que, gracias a ésta muchacha que tiene las manos y los pies vendados, ellos habían salvado sus vidas. Que nadie había visto el accidente, en esta noche oscura y lluviosa. Y que, gracias a esta jovencita que se empeñó en buscar el tutú, del cual hablaba la nena, estaban ahora con vida.
-¿Cómo te llamás? –me preguntó la señora.
-Viviana –le respondí, angustiada.
-¿Y cómo encontraste a mi nena? –me preguntó después.
-Su nena es muy vivaracha y, solita, llegó a mi puerta, toda sucia y empapada.
-Al verla, no entendí nada. Y cuando le pregunté de dónde venía, me contestó del tutú. Entonces pensé en un accidente. Y luego de bañarla y dejarla calentita en la cama, al cuidado de una vecina, salí a buscar ese tutú… hasta que los encontré a ustedes.
-Dios te bendiga Viviana. A vos te debemos nuestras vidas.
-Y ahora… ¿Qué será de tus manos y de tus pies?
-Pronto mejorará. –acotó el médico. –Sufrió congelamiento en ambas partes al tratar de que ustedes no se ahogaran.
-¡OH! Gracias Viviana… ¿Cómo podremos pagarte todo esto?
-De una sola forma: curándose pronto. –le dije.
Como ya era de madrugada, el comisario me llevó a mi casa, prometiéndole a los esposos que al día siguiente volveríamos al hospital, con la nena.
El día amaneció sin lluvia y el viento había amainado.
Me levanté con la idea de comprar ropa para la nena. Quería llevarla bien arreglada, a ver a su madre.
Salí y le compré botitas, un pantalón, una remera y una camperita con gorrito.
La vestí, le arreglé el pelo y, cuando llegó el comisario, salimos para el hospital.
La nena era preciosa y lucía muy bien.
Fuimos directamente a la sala en donde se hallaban los padres de la criatura. Ya le habíamos avisado a ella que sus padres estaban enyesados así que, cuando los vio, lo recibió bien.
-¡Clarita… qué linda que estás! –exclamó Brígida al ver a su hija.
Ayudada por la enfermera, Clarita abrazó a su madre, con alegría. Luego hizo lo mismo con Alberto, su padre, quien ya había reaccionado bien.
Yo, emocionada, observaba ese cuadro de amor, mientras el comisario tomaba datos del accidente a ambos esposos.
Luego, Clarita se acurrucó sobre mi falda y me dio varios besitos. Era una nena compradora y agradecida.
La enfermera, después de atender a los pacientes, salió de la habitación.
El comisario, luego de recibir la completa descripción del accidente, despachó a su escribiente y quedó en amena charla con los accidentados.
Brígida pidió al comisario que avisara del accidente a sus padres y a los de su esposo, a fin de que los sacaran de ese hospital y los llevaran cerca de su casa.
Comprendí la angustia de Brígida y le prometí que cuidaría a la nena, hasta que llegaran los abuelos.
De modo que ésa noche Clarita volvió a mi casa. Y nos hicimos grandes amigas, durante las tres noches que dormimos juntas.
Llegaron los abuelos y ordenaron las vidas de sus hijos y de su nietecita. Pero… ¡Oh, sorpresa…! Clarita no quería irse de mi casa.
Se había encariñado de tal forma conmigo, que lloraba cuando hablaban de separarnos. Y se abrazaba a mí desesperadamente.
Brígida y Alberto, inmensamente agradecidos conmigo, por haberles salvado la vida a los tres, decidieron, de acuerdo con sus padres, dejar a Clarita unos días más en mi casa. Ya terminaban mis vacaciones la semana entrante. Serían unos días más y Clarita podría entender de a poco, cual era su lugar definitivo.
Y la semana pasó, muy feliz para Clarita y para mí. Y cuando sus abuelos pasaron a buscarla, la nena se negó a irse con ellos.
Yo, nerviosa, trataba de explicar a la niña que tenía que trabajar y estudiar y que ya no podríamos estar tanto tiempo juntas, como cuando estaba de vacaciones, durante las cuales, sí, tenía todo el tiempo libre.
-¿Entonces vas a venir a mi casa…? –preguntó Clarita llorando.
-¡Oh! ¡Si! Claro que voy ir a visitarte seguido.
-¿No te vas a olvidar de mí? –volvió a preguntar Clarita.
-¡Pero no… mi amor…! De vos no me voy a olvidar nunca.
-Te prometo pasar a buscarte para ir a pasear.
-Bueno, pero ahora llevame vos también a casa, con la abuela, así se lo decís a mamá. –pidió tomándola de la mano.

Viviana, sumamente conmovida, aceptó acompañarlas hasta la casa de Clarita. Era la única forma de que la niña volviera con sus padres.
Ya en la casa, Brígida y Alberto, emocionados por el proceder de la niña, le pidieron a Viviana que siguiera visitándolos y que cuando quisiera llevar de paseo a Clarita, lo hiciera, que ellos se lo iban a agradecer siempre.
Y entendieron que la noche de la tragedia, Viviana había significado algo maravilloso para Clarita, quien la sintió como su ángel protector, como la persona que había surgido de una noche de terror para protegerla con el amor que le había demostrado en ese primer encuentro, como si tuviera una varita mágica en sus manos.

LA CONFESION

Anabella era una hermosa criatura de 18 años. Vivía con sus padres y con su hermano de 20 años, en un lindo chalet, en un barrio coqueto, de gente de buen pasar.
Pero eso a ella no la mareaba en absoluto. Al contrario, era sencilla y comprensiva con sus amigas y jamás hacía diferencias de trato.
En cambio, su prima Eleonora, de 21 años, tenía mal carácter, siempre tenía motivo para estar disgustada, parecía que se complacía en reñir con todos.
Una tarde, cuando llegó a su casa a visitarla, como hacía siempre, la notó más agresiva que otras veces.
-¿Se puede saber qué te pasa hoy Eleonora…? -preguntó Anabella.
-¿Qué me pasa…? Pues a mí, nada… -contestó enojada.
-Y entonces… -agregó Anabella. -¿A quién le pasa lo que te pasa en este momento?
-¿A quién…? ¡Pues a vos!
-¿A mí…? –preguntó sorprendida Anabella. –¡A mí no me pasa nada, por suerte!
-¡Pues te pasa! ¡Sí que te pasa! –le gritó Eleonora.
-Mirá, vamos a hacer algo. Sentate y charlemos tranquilas. No entiendo nada de lo que estás diciendo.
-Bueno… lo que tengo que decirte es muy grave. No sé cómo vas a tomarlo. –le adelantó Eleonora.
-¿Pero, de qué estás hablando? Tanto misterio me molesta… me desagrada… ¿Qué pasa…? No te hagas la misteriosa, por favor.
-Entonces, te lo voy a decir aunque te duela. –respondió Eleonora.
Anabella se levantó de golpe y mirando a su prima, le dijo: -O hablás o me voy. No resisto más este juego de palabras.
Eleonora la miró y le dijo: -hoy me enteré que vos sos adoptada.
Anabella la miró espantada y, perdiendo la calma, se abalanzó sobre su prima, preguntándole, casi a gritos, de dónde había sacado eso.
-Lo descubrí hoy, al escuchar hablar a mamá con tía Celia.
-¿Pero, qué escuchaste? ¿Qué cosa escuchaste, para venir a destrozarme la vida de esta forma…?
-Esto es una infame mentira tuya. –exclamó, entre sollozos, Anabella. –mamá es mi mamá…¡mentirosa… malvada!
Eleonora, mirándola con rabia, le gritó sin piedad: -¡Sí…! Sos adoptada.
Y lo dijo en el preciso instante en que Sofía, la madre de Anabella, llegaba a la casa y escuchaba a conversación.
Un horrible dolor de pecho, como si le estallara el corazón, hizo que Sofía tuviera que apoyarse en la pared. Lentamente se irguió y, como pudo, entró al living, en donde Anabella lloraba desesperadamente. Presa de la ira, se abalanzó contra su sobrina Eleonora y la golpeó sin piedad.
Anabella, con toda su amargura, intervino a favor de su prima, separándola de su madre.
Sofía se desplomó sobre el sofá. La respiración se le cortaba por momentos, como si se ahogara.
Asustada, Eleonora llamó a su madre, que vivía en la otra cuadra, quien llegó enseguida. Pero Anabella ya había llamado al médico, cuando su tía Ebe ingresaba en la casa, sin entender nada.
Sofía permanecía inconsciente en el sofá por el efecto de un fuerte calmante que le había suministrado el doctor, quien se asustó al verla en ese fuerte estado depresivo.
Anabella lloraba y lloraba. No podía entender por qué le había dicho eso su prima.
Ebe reaccionó mal al enterarse de lo que había hecho su hija y la golpeó como nunca lo había hecho antes. Luego abrazó a Anabella con gran ternura y lloró junto a su sobrina, hasta que ambas se calmaron.
Anabella miraba a su tía como preguntándole: -¿Es verdad?
Ebe le tomó las manos y se las besó, en un gesto de amor profundo.
Luego la miró con dulzura y, como pudo, le dijo: -Vos sos más hija de mi hermana que Eleonora, mía.
-Ella te ama como si hubieras nacido de su panza, igual que como nació tu hermano. Ambos son sus hijos. Te quiere con el mismo amor y sufrimiento que siente una madre al traer un hijo al mundo.
-¿Y yo, de quién soy hija? –sollozó Anabella.
-Sos hija de una hermana nuestra que falleció al darte a luz. Como ella era soltera, no quiso que vos sufrieras la vergüenza de ser una hija sin padre. Ese fue su deseo antes de morir y le pidió a Sofía, que en ese momento tenía a Ricardo de 2 años, que te adoptara como hija suya. Todos aceptamos cumplir con el deseo de nuestra hermana.
-Tus padres te aman profundamente y todos nosotros también.
-Eleonora es un castigo en mi vida. –agregó Ebe, acariciando a Anabella. –Siempre tuvo mal carácter, desde chica. Tratamos de ayudarla, pero su mal genio puede más que ella.
Mirando a su hija, Ebe le preguntó: -¿Me podés decir si sentís satisfacción después de haber hecho tanto daño…?
-Ella es tu prima de verdad y es mi sobrina. Nada ha cambiado en cuanto a eso. ¿Por qué tuviste que lastimarla así?
Sofía abrió los ojos en ese instante. Se recuperó lentamente, sintió como si despertara de un sueño. Habían pasado tres horas.
Anabella corrió hacia el sofá y la abrazó fuertemente, mientras, repetía: -¡Vos sos mi mamá…! ¡Vos sos mi mamá!
Ambas lloraron, unidas en un abrazo de amor y se besaron mucho… mucho…
Luego se alejó de su madre y, acercándose a su prima, le dijo: -Me das lástima, Eleonora. Hoy hiciste lo peor que puede hacer un ser humano por envidia.
-Yo siempre te brindé amor de hermana, pero vos no lo supiste valorar nunca. ¡Pobre de aquella mujer que no es capaz de dar amor a un bebé aunque no sea suyo y que no tenga sentimientos para adoptar!
-El tener un hijo, es un instante, pero criarlo, es toda la vida. Y pienso que toda la vida es más que ese momento maravilloso de ser madre.
-Yo jamás dejé de tener amor a mi padre y a mi madre. Me siento parte de ellos, me siento como si hubiera nacido de ellos. Y si algún día la vida me da la oportunidad de adoptar, lo haré sin dudar un instante.
-Eleonora, quisiste hacerme daño, pero no lo conseguiste. Me das pena…mucha pena. No sé cómo vas a sobrellevar este acto tuyo… que Dios te ayude.
Sofía se levantó del sofá y se acercó a su esposo, que entraba en ese momento. Le contó lo ocurrido. Él se puso muy mal. Ninguno quería que este secreto saliera a la luz, pero Dios sabe por qué hace que las cosas, a veces, duelan tanto.
Eleonora estaba en un rincón del living, su cara demostraba amargura. De repente, se levantó y dijo: -¡Me voy a casa!
-Es lo mejor que podés hacer. –dijo su madre, enojada.
Anabella estaba quieta, mirando sin ver a través de la ventana. Su rostro reflejaba una profunda tristeza.
Su madre se acercó a ella lentamente y acarició su cabeza. Anabella la miró y le dijo: -Mamá nada ha cambiado en mi corazón. Yo te siento mi madre y te amo como tal. Hubiera preferido no saberlo en la forma en que lo supe. Pero yo me siento tu hija, como si hubiera nacido de tu panza. Vos me hiciste sentir siempre algo tan tuyo que, aunque sé que no soy tu hija, me siento tu hija y bendigo a Dios por haberte hecho mi madre y por toda la felicidad que me diste.
Y, dándole la mano a su madre, se acercó a su padre y los tres se confundieron en el abrazo más tierno y más profundo que puede inspirar la vida y el amor verdadero.

UN IMPONDERABLE

Esa tarde lluviosa y triste, con su gris atardecer, le oprimía el alma a Magdalena, quien no cesaba de llorar y llorar ¿Cómo había pasado…? ¿Y por qué a ella…?
Resuelta, se levantó y se cambió la ropa para salir, no le importaba la lluvia. Tomó sus radiografías y salió rumbo al hospital, donde trabajaba su novio Esteban, que era médico.
Caía una garúa finita. Tomó un taxi que la llevó hasta el hospital. Bajó y, luego de pagar al taxista, entró resuelta y se dirigió a la sala, en donde atendía su novio.
Esteban, al verla, le hizo seña para que entrara por la otra puerta interna y ahí fue Magdalena.
-¿Qué te pasa? –le preguntó Esteban.
-Quiero que veas estas radiografías y me des tu opinión.
-¿De quién son…? ¿Conozco al paciente…?
-¡No…! No es paciente tuya, es una amiga mía.
Esteban tomó las radiografías y trató de mirarlas a trasluz. Se quedó un largo rato observándolas. Magdalena vio la cara de su novio y le preguntó: -¿Qué pasa…?
-Tu amiga tiene cáncer de pulmón y no creo que viva más de un año y meses.
-¿Estás seguro…?
-¡Cómo no voy a estarlo! Estoy seguro. Tiene que empezar pronto con quimioterapia, para no sufrir tanto y combatir, hasta donde pueda, su enfermedad.
Magdalena se desmayó y Esteban, acostándola en la camilla, trató de reanimarla.
-Pobrecita…cómo quiere a su amiga -pensó.
Al rato, Magdalena abrió lentamente los ojos y se puso a llorar desconsoladamente, abrazándose fuertemente a Esteban.
-Lo lamento por tu amiga, te lo juro, pero no puedo verte así… tenés que ser fuerte para poder darle ánimo a ella.
-Vamos a casa, por favor, Esteban. Me siento mal, llevame enseguida.
-Bueno…tranquilizate -le dijo. Tomándola del brazo, salieron del Hospital. La llevó en su coche.
Durante el viaje, Esteban le hablaba, pero ella lloraba amargamente.
Por fin llegaron y, una vez adentro, Esteban quiso saber el por qué de tanta amargura. Abrazándola con ternura le preguntó… y le preguntó.
Entonces, Magdalena, mirándolo a los ojos, le dijo: -¡Esa enferma soy yo…!
Esteban se quedó paralizado. No sabía si era verdad o no lo que oía.
-¿Desde cuándo te sentís mal? ¿Por qué no me dijiste?
-Vos sabés que soy enfermera y que trato con muchos enfermos. Me venía sintiendo mal, tenía los mismos trastornos que un paciente que yo conozco. Entonces, empezó a correr un frío intenso por mi alma y fui a consultar a un especialista.
Esteban la abrazó fuertemente. Ella, llorando, le dijo que su pena más grande, era morir sin haber sido madre… que su ilusión de tener un hijo con él, era lo que la hacía feliz y, ahora, todos sus sueños quedarían en la nada.
-¡No…! ¡Eso no…! Nos casaremos y tendremos un hijo -dijo, desesperado, Esteban. -Mañana mismo iremos al Registro Civil y a la Iglesia, para reservar la fecha.
-Y te casarás de blanco. Quiero que nuestra boda sea hermosa y, si Dios quiere que te cures, tendremos un lindo recuerdo de la misma.
-Llamá a tus padres para darles la noticia y deciles que, apenas tengas la fecha, les avisarás. Pero no les digas nada de tu enfermedad, por ahora. Mientras podamos mantenerlo oculto, será sólo nuestro secreto.
-Está bien, mi amor -dijo Magdalena, sollozando y agregó: -¿Por qué una noticia tan linda, tiene que ir con una pena tan grande?
-No llores mi niña, ¡todo saldrá bien…!

Se casaron y se fueron de viaje de luna de miel. Del tema no se hablaba, habían hecho un pacto de silencio. Cuando volvieran tratarían a fondo la enfermedad…siempre hay una esperanza.
Habían pasado dos meses de la boda, cuando Magdalena sorprendió a Esteban con la feliz noticia de su embarazo. Dios no había desoído sus plegarias, pero el médico, que la atendió, le había dicho que no podía seguir con su tratamiento porque podía perjudicar al bebé.
Entonces, Magdalena le dijo a Esteban resueltamente, que dejaba el tratamiento y que seguiría adelante con su embarazo.
Esteban, como médico, sabía del sufrimiento que iba a padecer su pobre esposa, privándose de sus remedios. Pero no podía decir nada, ella quería ser madre… y ambos querían ese hijo con amor.
Los meses fueron pasando velozmente. Magdalena sufría los altibajos de su desgraciada enfermedad, soportando todo por ese bebé ansiado. Su panza era voluminosa, había entrado en el noveno mes cuando, el médico que la atendía, al verla sufrir tanto, le propuso adelantar el parto con una cesárea. Le aseguró que todo saldría bien, para ambos.
-Esa noche, Magdalena le contó a Esteban lo de la cesárea. ¿Qué te parece? –le preguntó.
-No me parece mala idea -contestó Esteban y agregó: -debemos pensar el nombre de nuestro hijo, ¿Vos lo pensaste…? –le preguntó a ella, sonriendo.
Magdalena lo miró con ternura y le dijo: -yo pienso que nuestro hijo se tiene que llamar igual que su padre.
-¿En serio te gusta que lleve mi nombre?
-Te amo tanto, que quiero repetir tu nombre hasta cuando llame a mi bebé.
Esa misma noche tomaron la decisión de aceptar la propuesta del médico. Y, al día siguiente, Magdalena fue al sanatorio, acompañada por Esteban, a tener a su hijo.
Quiso Dios que, otra vez, todo saliera bien y, en menos de una hora, estuvo Magdalena en su cama, recuperándose de la cesárea. Mientras, Esteban esperaba que ella saliera de la anestesia sin problemas.
El bebé era hermoso. Había nacido con tres kilos y medio, nada menos. Dormía en su cunita plácidamente, ignorante, pobre ángel, del sacrificio de su madre para traerlo al mundo.
Cuando Magdalena despertó de la anestesia, quiso ver a su hijo. Entonces, Esteban llamó a la enfermera y le pidió que lo trajera, mientras acariciaba a su débil esposa.
Al ver a su hijo, Magdalena se puso a llorar de emoción y de alegría. Su sueño se había hecho realidad. Dios le había otorgado la bendición de ser mamá, y eso no tenía precio.
El médico le aconsejó que no le diera el pecho a su hijo, pues debía recomenzar su tratamiento oncológico. Les costó mucho, a él y a Esteban, convencerla, pero por fin aceptó y les prometió que haría lo que le indicaban.
Después de una semana de reposo, salió del sanatorio, en buen estado. Ella y Esteban se sentían como si estuvieran en el aire, contemplando al bebé.
Esteban contrató a una señora, con bastante experiencia en cuidado de bebés, recomendada por la esposa de un médico amigo, quien la había tenido trabajando en su casa.
A los pocos días, Magdalena fue a ver al médico, quien luego de revisarla, le indicó que se hiciera unas placas y una ecografía y, también, un análisis completo de sangre.
A la semana siguiente, Esteban fue a retirar los resultados de los estudios de Magdalena y, cual no sería su sorpresa , al comprobar que su esposa estaba curada y sus pulmones completamente sanos.
Mirando al radiólogo, quien también se mostró sorprendido, le preguntó si estaba seguro de que todo eso era de su esposa o que tal vez, la empleada se hubiera confundido.
-¡No…! Mi empleada, en los seis años que trabaja en esta clínica, jamás confundió nada.
-Pero si mi esposa tenía cáncer terminal… ¡No lo puedo entender!
Esteban fue a ver al médico que atendía a Magdalena y le mostró las placas y la ecografía. Cuando éste las miró, no podía creer lo que veía.
-Esto es un imponderable -dijo, tomándose la cabeza entre las manos, apoyado en su escritorio. –¡Más bien, es un milagro de la ciencia, de la naturaleza… de Dios!
Esteban no sabía si reír o llorar. Él, como médico, jamás había visto un caso igual.
Se miraron en silencio. Entonces, Esteban propuso al médico hacerle, a su esposa, de nuevo todos los estudios, pero en otro lugar. El doctor asintió y le extendió la orden correspondiente.
Esteban se retiró emocionado, no sabía qué explicación darle a Magdalena, pero ella era enfermera y no podía mentirle. Tenía miedo de ilusionarla y luego…¿qué pasaría si los resultados no fueran estos? Pensó que era mejor decirle que no salieron bien y entró a su casa, resuelto a eso.
-¿Trajiste mis estudios? -preguntó Magdalena.
-Se los llevé al doctor para que los viera, pero no quedó conforme. Quiere que te hagas los estudios de nuevo, en otro lugar, de mayor precisión. Mañana te llevaré. Ahora, no te preocupes.
Cómo Magdalena tenía al bebé en sus brazos, dándole la mamadera, Esteban se hincó al lado del sofá y los abrazó a los dos.
-¡Qué cuadro tan tierno! –se dijo.
Al día siguiente, Esteban y Magdalena fueron al lugar en donde le harían los estudios. Mientras le hacían la ecografía, Esteban pudo comprobar que realmente su esposa no tenía nada en sus pulmones.
Y ya no pudo ocultarle a Magdalena la verdad. Le contó que tanto la primera como esta ecografía, decían que sus pulmones estaban sanos.
Magdalena lo abrazó intensamente y le pidió que la llevara al consultorio del oncólogo, en ese mismo instante. Quería contárselo ya. Si tanta felicidad era cierta, Dios había hecho un milagro y se había apiadado de ella, por segunda vez.
Cuando el doctor vio que las dos ecografías mostraban dos pulmones sanos, no pudo dudar. Durante toda esa semana realizó consultas con otros médicos de distintos países y no hubo nadie que le revelara un caso parecido. El de Magdalena era el primero, en el mundo, que tuviera tan extraña resolución.
¿Era un milagro…? ¿El cáncer se había resumido por obra y gracia del Espíritu Santo…?
Poco tiempo después, se realizó una Convención en Alemania, en la que el oncólogo presentó el caso, mostrando los primeros estudios, que revelaban la presencia de la enfermedad y los últimos que demostraban la curación. Magdalena y Esteban lo acompañaron. Con mucho asombro, los médicos asistentes, pudieron comprobar que Magdalena estaba curada.
Tanta era la alegría de Esteban y de Magdalena, que resolvieron hacer otro viaje de Luna de miel, pero esta vez con el bebé y con la niñera.
Ya en el avión, presa de tan inmensa felicidad, Magdalena miró el cielo con esas nubes blancas, y se sintió cerca de Dios, tan cerca que, en el pensamiento, le agradeció esa nueva vida que le daba, como si la compensara por el sufrimiento que tuvo que soportar esos nueve meses, por no poder tomar sus remedios, por el bien de su bebé.
Y cerró los ojos. Quería estar a solas con Dios y hablarle como nunca lo había hecho.
Esteban la tocó para saber si dormía y ella, abriendo los ojos, le dijo dulcemente: -le estaba agradeciendo a Dios la nueva vida que me da, aprovechando que estoy cerca del cielo.
Esteban la abrazó y, juntos, lloraron quedamente por tanta dicha. El llanto del bebé los volvió a la realidad.
-Esto es un imponderable de la vida, mi amor –le dijo Esteban y con sus manos unidas, fundieron sus labios en un beso de felicidad. Mientras el cielo, negro como boca de lobo, se salpicaba de jadeantes estrellitas brillantes, en toda su inmensidad.

EL CHOQUE

El viento y la lluvia arreciaban con furia, como si quisieran destruirlo todo.
Jamás había llovido de esa forma, en los veinte años de mi vida. Las persianas parecían querer abrirse y las puertas no podían sujetar el viento.
Espantada, miraba el techo y pensaba que iba a volarse.
Sentada en el piso, abrazada a mi perra ovejero alemán y con la linterna en la mano, me refugiaba contra el sofá, temblando de miedo. Se había cortado la luz y el teléfono no funcionaba.
El cielo se había oscurecido de tal forma que, siendo las cuatro de la tarde, parecía noche total.
En eso, un fuerte golpe en la puerta me sobresaltó. Pensé que había caído algo sobre ella, pero no. Tres golpes seguidos y fuertes me dieron la pauta de que había alguien del otro lado. Levantándome, corrí hacia ella y la abrí como pude.
Era un hombre joven, completamente empapado y con un gran corte en la frente, que le sangraba abundantemente.
Entró tambaleante y se tiró en el sofá. Mientras, yo trataba, con todas mis fuerzas, de cerrar la puerta. El viento no me dejaba.
Cuando lo logré, corrí hacia él con una toalla y le cubrí la herida. Él permanecía con los ojos cerrados, estaba inconsciente.
Fui hasta el botiquín y busqué agua oxigenada, gasas y curitas.
Con sumo cuidado limpié su herida con el agua oxigenada y le puse una gasa con bastante azúcar, para pararle la sangre.
El tajo era de unos cinco centímetros de largo y profundo. Cuando dejó de sangrar, limpié otra vez la herida, con agua oxigenada. Luego la fui cubriendo con curitas, apretando suavemente los costados de la piel, hasta unirlos. Así, fui cerrando la abertura, hasta que quedó completamente sellada. Y, con una venda, le envolví la frente por si llegaba a sangrar nuevamente.
Mi papá era médico y siempre me asesoraba sobre lo que tenía que hacer en caso de urgencia.
Miré al joven, que seguía desvanecido sobre el sofá y vi su ropa empapada que chorreaba agua sobre mi alfombra. Sólo atiné a cubrirlo con tres toallones de baño, para absorberle el agua y puse una abundante cantidad de papeles de diario en el piso.
Luego me acurruqué junto a mi perro, en el otro sofá.
Había pasado media hora y él seguía dormido. Entonces, asustada, me acerqué y lo moví suavemente. Como yo sabía que no hay que dejar dormir a una persona cuando tiene un golpe en la cabeza, traté de despertarlo para ver cómo estaba.
A duras penas abrió los ojos y me miró, sin entender y, luego, los volvió a cerrar.
Pero yo insistí en despertarlo. Tenía miedo de dejarlo dormir y, tanto hice, que logré que fuera volviendo a la realidad.
-¿Dónde estoy? –preguntó sobresaltado.
-Estás en mi casa. Tuviste un accidente, no sé cómo ni dónde, pero vos golpeaste mi puerta y, tan lastimado estabas que te dejé pasar.
-Además, estabas chorreando agua. Mirá cómo dejaste el sofá y la alfombra. ¿Qué te pasó?
-Choqué con mi coche, en medio de la tormenta, contra un árbol. El viento no me dejaba manejar, creí que iba a morir.
De pronto, se tocó la cabeza y dijo: -¿Qué me pasó?
-Te abriste la cabeza y yo te curé como pude.
¡OH!... gracias. –dijo sin moverse. Parecía que tenía el cuerpo abandonado sobre el sofá y que no tenía fuerzas para incorporarse.
Como yo trataba de hablarle para que no se durmiera, las horas fueron pasando sin darme cuenta.
Eran ya las veinte. Habían pasado cuatro horas del temporal. El viento había amainado y la lluvia había dejado su violencia.
La noche era horrible. La luz no volvía ni el teléfono funcionaba.
Mis padres no llegaban, a raíz de la lluvia. ¿Qué podía yo hacer sola, en esa noche horrible? Recé para que ellos llegaran pronto.
Encendí velas para alumbrar el living. El temporal había pasado, no había peligro de que se cayera una vela y se prendiera fuego la casa.
Me dirigí a la cocina y encendí la hornalla con temor, pero, por suerte, todo estaba bien.
Calenté agua y preparé una sopa para que se le fuera el frío al muchacho, que aún estaba mojado. Y le cambié los toallones por otros secos.
Y, como si Dios hubiera escuchado mi plegaria, se abrió la puerta de calle y aparecieron mis padres.
Me abracé a ellos con alegría y les conté lo sucedido.
Mi padre se acercó al muchacho para revisarlo y vio que tenía mucha fiebre. Entonces, con la ayuda de mi madre y la mía, lo llevamos hasta el coche, para internarlo en el hospital.
Cuando llegamos, las enfermeras se hicieron cargo del muchacho. Tenía la ropa mojada, todavía y tiritaba de frío. Como mi padre era médico de ese hospital todo quedó controlado y volvimos a nuestra casa.
Había muchos árboles caídos y cables cortados, que pendían peligrosamente. Era todo un cuadro desolador. Por suerte mi casa no había sufrido daño alguno.
No podría olvidar jamás esa noche, ni tampoco al muchacho que yo había auxiliado, que por cierto estaba bastante bien.
El día siguiente amaneció frío y gris. Cuando me desperté el reloj marcaba las nueve horas, pero a mí me parecía que eran las seis, del sueño que tenía.
El ruido de los camiones, sacando los árboles caídos, me despertó. También… me había dormido a las tres de la mañana. El sueño me había vencido.
Haciendo un esfuerzo, me vestí rápidamente y bajé a desayunar. Mamá me estaba esperando con una humeante taza de leche y galletitas con dulce.
-Vamos hija, que vas a llegar tarde a la facultad. Por suerte hoy no va a llover, pero el día está horrible. Abrigate bien. –me dijo mi madre.
Cuando salí, vi que la grúa se llevaba el coche chocado, del muchacho accidentado.
La calle estaba más despejada y limpia y eso daba la sensación de que todo volvería a la normalidad pronto.
Cuando llegué a la facultad, me olvidé de todo lo ocurrido y atendí mi clase. Estudiar me encantaba y yo quería recibirme pronto de Contadora pública, para empezar a trabajar.
Y como los días vuelan, pasaron los meses, sin darme cuenta. Y, cuando cumplí mis veintidós, tenía mi título de contadora, como un trofeo, en mis manos.
Como premio a mi esfuerzo en el estudio, papá y mamá me llevaron de vacaciones. Lo disfruté mucho. Pasamos quince días hermosos.
Ya de regreso, una de mis amigas festejó su cumpleaños y fui a la fiesta.
La noche era hermosa e invitaba a disfrutarla.
En un remis llegué al salón de fiestas, con un elegante vestido largo, turquesa, que era mi color preferido. Y entré como diciendo “aquí llego yo”.
Etelia, mi amiga, se acercó a recibirme con alegría y me llevó a un grupo de chicas y muchachos, para presentarme.
Pronto, salí a bailar con un muchacho, cuya cara me resultaba familiar, pero yo no lo conocía. En la charla, él me dijo que también tenía la vaga sensación de haberme visto antes.
Y nos sentamos en un rincón del salón a tomar algo, mientras la música recreaba nuestros oídos.
-¿Cuál es tu nombre? –me preguntó.
-Estrella Briones. –le dije quedamente porque mi nombre no me gustaba.
-Daniel, es el mío y el tuyo es muy lindo –dijo mirando el cielo.
Y la charla comenzó a surgir espontánea y fluida, hasta que él, de improviso, me preguntó si yo era la hija del Dr. Briones, del Hospital Versalles.
-Sí –le dije, sorprendida. – ¿Vos conocés a mi papá?
-¡Ahora entiendo por qué te encontraba cara conocida! –dijo Daniel. –Tu papá me atendió en el hospital, el día de mi accidente y nunca lo olvidé porque su apellido es tan peculiar, que me quedó grabado. Cuando me curé fui a saludarlo y a agradecerle lo que había hecho por mí. Pero el me contestó que todo se lo debía a su hija Estrella, pues fue ella quien me auxilió primero.
-¡Qué vueltas extrañas da la vida! Ahora, después de dos años de mi accidente, vuelvo a encontrarme con quien tan bien me ayudó en aquel momento… porque, gracias a tu atención, no me quedó cicatriz en la frente… mirame -dijo sonriendo.
-Nunca olvidé tu rostro, en aquella noche espantosa, en que creí morir. Sólo tu imagen y tu rostro hermoso fue lo que vi al reaccionar y me quedó grabado. Después, no me animé a ir a tu casa… fui un tonto… lo reconozco.
-Bueno… -le dije. -Me estás agradeciendo ahora.
-¡Pero… no es lo mismo… eso sucedió hace dos años atrás!
-¿Y qué importancia tiene?
-Que por lo que me gustás ahora y por lo que me gustaste antes, ya seríamos novios.
-¡Qué exagerado sos!
Y, tomándola de la mano, la invitó a bailar.
Los compases armoniosos de un tango los sumieron en un baile de profundo acercamiento. Mientras, la letra del mismo, los invitaba a soñar.
Todo es romance en un tango y, al bailarlo, hace que los cuerpos vibren al unísono.
Y Daniel la apretó tiernamente mientras su corazón palpitaba aceleradamente… había encontrado a la mujer de su vida.
Y así se lo dijo a Estrella, en la penumbra colorida del salón, mientras la rueda de colores giraba misteriosa sobre los bailarines, dándoles un toque de magia.
Y Estrella sintió la atracción, la misma atracción que Daniel y, al salir de la pista de baile, bajo un rosal, repleto de rosas rojas, que había en el jardín, sellaron con un profundo beso de amor el encuentro más hermoso de dos seres, que estaban predestinados el uno para el otro.

¡POR CELOS..!

Era una tarde espléndida. El sol brillaba ufano, dando su tibio calor, sin oprimir, dejando disfrutar la naturaleza.
Yo me había sentado en el jardín y leía una novela atrapante. Era una de esas novelas que no quisieras interrumpir por nada, hasta terminar de leerla completamente. Pero eso era un imposible. Yo leía cuando podía tener tiempo para hacerlo.
Tan embebida estaba en la lectura, que no oí a mi hija Cristina, que me llamaba.
-¡Mamá…! ¡Qué te pasa que no me contestás?
-Hola, mi amor. –le dije, dejando el libro al verla. Venía acompañada por una amiga.
-Te presento a Hortensia, la miga de la cual tanto te hablé.
-¡Ah! Mucho gusto. –le dije, dándole un beso.
-Pasen que vamos a tomar un té… con alfajores.
-¡Qué rico! –dijeron ambas y se ubicaron en el comedor, mientras yo preparaba la merienda, en la cocina.
Nos acomodamos en la mesa y, pronto, el té humeante y los alfajores desaparecieron, entre charla y charla.
Hortensia, a pedido de mi hija, me fue contando su triste vida. Y tan solo tiene 18 años, pensaba yo.
-Yo nací de madre soltera. –dijo tímidamente Hortensia. –Y tuve la suerte de que mi mamá, en ese tiempo, trabajaba en la casa de una familia muy buena, que la quería mucho.
-Mi mamá comenzó a trabajar con la señora Agueda cuando tenía 16 años y cuando tenía 20, conoció a un muchacho que la engañó con falsas promesas. Este, cuando se enteró de que ella esperaba un hijo, desapareció.
-Pero la sra. Agueda la protegió y la ayudó hasta que nací yo, que resulté ser la alegría de la casa.
-Cuando yo tenía un año, mi mamá enfermó y, al darse cuenta de su gravedad, le pidió a la sra. Agueda que no me abandonara en un instituto, que se quedara conmigo, que me adoptara. Ya que ella no podía tener hijos y como me quería de verdad, yo sería la hija que Dios no le había dado.
-Y eso fue lo que hizo Agueda. Cuando mi mamá falleció yo ya tenía dos años y algo comprendía, a pesar de mi inocencia.
-Agueda me amó… y me cuidó… Pero quiso mi mala suerte que, cuando cumplí los trece años, ella enfermara y se fuera de este mundo, dejándome sola con mi papá. Él era un buen hombre, un buen padre, pero estaba tan mal de salud que, al poco tiempo, Dios se lo llevó también.
-Yo tenía 14 años y no sabía qué hacer. Entonces, una hermana de Águeda se compadeció de mí, porque me quería mucho, y me llevó a vivir con ella.
-Para mí era mi tía, así lo sentía. Y sus hijas eran mis primas.
-Viví un año feliz con Rosalía, la hermana de Águeda, hasta que una tarde, en que yo había salido a buscar trabajo, al cruzar la calle, un coche me atropelló, estrellándome contra su parabrisas, quedando inconsciente, tirada en la calle.
-Fue la peor tragedia de mi vida. Estuve muy grave por los tremendos golpes y por las fracturas que sufrí, en tan desgraciado accidente.
-Pasé un año en el hospital, hasta lograr mi recuperación total. Mi tía Rosalía no me abandonó nunca, pero yo estuve tres meses sin reconocerla.
-Mis fracturas de piernas y de brazos me dejaron hecha un despojo en la cama. Pero el tiempo y el amor de Rosalía fueron curando mi cuerpo enfermo. Yo creí que no volvería a caminar, pero tanto me ayudó la kinesióloga del hospital, que a ella le debo mi cura total.
-Cuando salí del hospital ya tenía 16 años. Un año perdido entre el dolor y la desesperación… Y Rosalía, siempre a mi lado, me alentaba con amor.
-Volví a la casa de mi tía, pero mis primas se sentían molestas conmigo. En lo que podían, me lo demostraban. Por más que Rosalía las retaba, ellas no me querían más en la casa. Y eso no era vivir en paz.
-Estaba angustiada por todo eso y salí a buscar trabajo.
-Y un día… uno de esos días en que pareciera que Dios se apiada de tanto dolor, conseguí un buen trabajo, con un buen sueldo, en una compañía de seguros. Y apenas pasó un tiempo prudencial, lo suficiente como para ambientarme en mi trabajo y en mi nuevo círculo re relaciones, me fui, con profunda pena, de la casa de mi querida tía Rosalía. Fui a vivir con una compañera de trabajo que vivía sola.
-Retomé mis estudios, en la escuela nocturna y allí conocí a su hija Cristina, y nos hicimos muy amigas.
-¿Sabés una cosa Hortensia? Mi hija me habla todo el tiempo de vos… te quiere mucho. –le dije, conmovida.
-Sí, para mí es la hermana que no tuve. –agregó emocionada Hortensia.
En ese momento llegó mi hijo Esteban, de 19 años, y nos hizo recordar que la tarde había desaparecido, lentamente, y que era hora de ir a preparar la cena.
Cristina y Hortensia prepararon sus útiles y se fueron a la escuela. Aunque mi hija era un año menor que su amiga, las dos cursaban el mismo año.
Cuando se fueron, me quedé como acongojada por todo lo que me había contado Hortensia. ¡Parecía una novela de terror…! -¿Tanta mala suerte para una sola persona? –me dije.
Y, a pesar de que sentía una fuerte opresión de tristeza, en mi pecho, traté de salir de mi pozo emotivo. Me aboqué a preparar la cena y la charla con mi hijo me fue tranquilizando, poco a poco.
Esa noche, cuando nos fuimos a dormir, no pude dejar de contarle a mi esposo Germán, todo lo que había sufrido esa pobre chica y que tanto me apenaba aún.
Pasó el tiempo y mi hija empezó a interesarse demasiado en Hortensia. Todos los días me hablaba de ella, hasta que un día me dijo:
-Mamá… ¿A vos te gustaría adoptar a Hortensia?
Yo la miré extrañada. Jamás pensé que a Cristina se le ocurriría tal cosa. Ni a mí se me ocurrió, en ningún momento pensarlo.
-¿Estás segura de lo que me pedís? ¡La chica ya tiene 18 años, ya es grande…!
-Pero para mí es la hermana que no tuve y la quiero mucho…
-Cristina, vos tenés que entender que esto lo tengo que hablar con tu padre y con tu hermano. ¡No es fácil resolverlo así… como así!
-Sí, ya sé, mamá, pero yo la quiero mucho y con ella no me sentiría tan sola. Tendría una hermana y una amiga.
-Vos sabés que yo siempre quise adoptar, tu padre también… pero… Hortensia tiene 18 años… ¿ella se adaptará? ¿vos te adaptarás? ¿Todos nos adaptaremos?
-¡OH! Mamá, sé buena… hablalo con papá y con Esteban.
Yo me quedé completamente anonadada y, a la noche, en la mesa, toda la familia reunida, lo hablamos lentamente.
Cristina nos miraba, esperando una respuesta. Luego de analizarlo, todos estuvimos de acuerdo con darle un hogar a esa chica.
Compré una cama, haciendo juego con la que tenía Cristina y arreglé el dormitorio, coquetamente, para dos personas.
El sábado llegó Cristina con Hortensia. Nos reunimos todos, mi esposo, mis hijos y yo y charlamos con ella, ampliamente.
Hortensia lloraba y me abrazaba emocionada, al saber que nosotros le brindábamos nuestro hogar, siendo ella tan grande.
-No sos tan grande, Hortensia. Sos una jovencita que necesita protección y cuidado, como mis hijos. –le dije.
Cristina abrazaba a Hortensia y, juntas, se fueron al dormitorio.
Charlaron mucho y, esa noche, se quedó a dormir. Al día siguiente volvería con sus cosas.
Yo me sentía rara. Tener otra hija de 18 años me hacía sentir extraña, pero la idea de hacer una obra de bien, me daba fuerza para emprender esta aventura maternal.
El domingo fuimos en nuestro coche a buscar las cosas de Hortensia. Volvimos contentos, al ver lo bien que se llevaban las chicas.
Ya instalada en casa, Hortensia era una más de la familia. Su presencia era agradable y su comportamiento, excelente.
Hacía un mes que Hortensia vivía con nosotros y ya estudiábamos, con Gerardo, la posibilidad de adoptarla como una hija más, dándole el apellido.
Era muy cariñosa y trataba de darme a mí, el amor de madre que ella no tenía.
Cuando yo llegaba a casa, Hortensia corría para abrirme la puerta y abrazarme y besarme, dejando a Cristina en segundo plano.
Empecé a notar a mi hija de mal genio. Entonces, la llamé a mi dormitorio, mientras Hortensia se bañaba y no podía oírnos
-¿Se puede saber qué te pasa, Cristina? –le pregunté.
-¡No la quiero más a Hortensia en casa…!
-¿Cómo? ¡Qué estás diciendo? Vos la trajiste… vos quisiste que ella fuera tu hermana… y ahora… ¿Qué pasa…?
-¿Sabés qué pasa… mamá…? Antes, cuando vos llegabas, yo te abría la puerta y te daba un beso, pero ahora, ella corre antes de que yo pueda llegar a recibirte. Siempre está primero y yo no voy a permitir que me quite mi lugar de hija.
-No digas eso, mi amor, estás celosa, pero comprendé que ella se siente como si yo fuera su madre y quiere demostrármelo.
-A mí no me importa lo que ella piense. Yo sólo sé que, desde que ella está en esta casa, no sé cómo hace para oírte, no me deja ser la primera en recibirte.
-¡Yo parezco la hija adoptiva y eso no lo voy a permitir!
-¡Tenés celos! ¡Eso es lo que pasa! ¡Tranquilizate, mi amor!
-No mamá. Ya hace un mes que vive en esta casa y me ha quitado mi lugar. Eso no lo voy a permitir… ¡quiero que se vaya!
-¿Cómo, Cristina? ¿Qué se vaya? ¡Es un ser humano… no se lo puede echar a la calle porque sí!
-¿Cómo le digo que se vaya… y por qué?
-Yo te aviso, mamá, que desde hoy, no le hablo más. Le retiro la palabra. Ella se dará cuenta sola.
-¡OH!... por favor, Cristina, pensalo bien.
-¡Ya lo pensé! ¡No le hablo más! –y se fue, dándome un beso, cuando vio que Hortensia salía del baño.
Yo me quedé sumamente angustiada. ¿Cómo iba a decirle que se fuera?
Al verme, Hortensia se acercó y me dio un beso y un abrazo. Luego se puso a charlar de cualquier cosa. Siempre tenía tema y palabras para agradecerme que la quisiera y que la dejara vivir como otra hija.
Esa noche le conté a mi esposo lo que pasaba.
-¡Pero, cómo vamos a echarla…! ¡Qué va a decir la pobre! –acotó afligido.
-Es que Cristina dice que no le hablará más. ¡Será una guerra de silencio, imposible de soportar! Cristina está tan celosa, que piensa que a ella le gusta su lugar de hija. ¿Cómo la convenzo?
-Y… bueno… Hortensia tendría que darse cuenta de que, en su afán por demostrarte cariño, le está sacando el lugar a Cristina. –dijo Germán.
-Estoy angustiada y esto hay que resolverlo enseguida. –agregué, desorientada.
En los días siguientes, Hortensia disimulaba no percibir el silencio de Cristina, como si no se diera cuenta. Y yo notaba a mi hija cada día peor.
Entonces, fui a hablar con mi vecina, una mujer separada, con dos hijos y le pregunté si quería alquilarle una pieza a Hortensia. Como a ella le hacía falta plata para sostener a sus hijos, aceptó enseguida.
Volví a mi casa y me puse a pensar cómo haría para decirle a Hortensia lo que ocurría.
Le pedí a mi hija que se fuera a la casa de mi hermana, hasta tanto yo pudiera arreglar el problema.
Y ese mismo día, llamé a Hortensia y, tomándole las manos, la miré a los ojos y le dije:
-¡Vos sabés que yo te quiero! ¿Verdad?
-¡Sí mamá! –me contestó.
-Entonces quiero que trates de comprender lo que ha pasado entre vos y Cristina.
-¿Qué ha pasado? –preguntó inocentemente. –No me habla desde hace una semana y no quiere decirme por qué
-Escuchá, mi amor. Ha pasado algo imprevisto. Mi hija está celosa de tu cariño hacia mí, de que vos sos siempre la primera en recibirme y en besarme, dejándola a ella en segundo plano, habiendo sido siempre ella la primera en todo.
-Pero yo no lo hago con maldad –dijo Hortensia llorando.
-¡Yo te entiendo mi amor…! Pero la que no entiende es mi hija. Y los celos la enceguecen al punto de rechazarte.
-¿Qué querés decirme con rechazarme?
-Lo más triste que puedas escuchar. –le dije.
-¿Qué cosa? –preguntó Hortensia.
-Que quiere que te vayas de casa. Ya no quiere ser tu hermana… ¿Sabés cuánto me dolió escuchar esto?
Hortensia se puso a llorar desconsoladamente… -Y ahora… ¿adónde iré?
-Yo no te voy a abandonar querida. Te alquilé una pieza en la casa de al lado, para que estés cerca de nosotros. A lo mejor así mejora tu relación con Cristina.
-Gracias mamá por esta acción tuya. Yo sé que vos me querés. Lástima que no sea así con Cristina.
-Vamos a llevar tus cosas al lado, así, cuando vuelva Cristina, no estarás para que te hiera con su silencio.
Llorando amargamente, Hortensia embaló sus pocas pertenencias y salimos de la casa.
La acompañé a la casa de al lado. Le ayudé a poner todo en orden. Entonces, me senté junto a ella, en la cama. Con cariño, le tomé las manos y, mirándola a los ojos, le dije que yo la quería como a una hija y que siempre iba a poder volver a casa, cuando quisiera.
-Pero ya no es lo mismo. Mañana trataré de hablar con mi amiga y, si no tiene otra compañera de cuarto, me mudaré con ella otra vez.
-Me parece que es o mejor que podés hacer para no sufrir esta equivocada reacción de mi hija. –le dije.
-No sé, mamá, si es equivocada. A lo mejor no me di cuenta de que yo pasaba sobre ella, en mi afán de tener una mamá.
-Dichosa de ella que te tiene y que te ama tanto, como para no querer compartirte. Entiendo sus celos y le doy la razón. –agregó Hortensia.
Volví a mi casa y llamé a mi hija por teléfono para decirle que ya podía volver.
-¿Cómo hiciste para que se fuera? -preguntó Cristina.
-No voy a contártelo por teléfono. –le dije. –Cuando vuelvas, hablaremos. –y corté
Me sentía muy triste por Hortensia. Había logrado tener un hogar, con padres y hermanos, y, de golpe, lo había perdido.
Pero yo tuve que elegir, entre mi hija y Hortensia. ¿Qué otra cosa podía hacer?
Y me senté en el sofá, abandonándome a mis pensamientos. Quería pensar… pensar.
El silencio que reinaba en la casa me hacía sufrir más. Pensaba qué habría pasado si hubiera adoptado a Hortensia antes de que se desatara este problema.
La verdad es que mi hija no midió el alcance de su idea, de traerla a casa. A lo mejor, no se le ocurrió pensar que a ella pudiera pasarle lo que le pasó.
¡Pero la vida es implacable y sigue su curso, arrasando con todo!
¡Pobre Hortensia! Un sueño de amor familiar, trunco para siempre.
-Hortensia, yo te tendré en mi corazón, con el amor de la hija que pudo ser y no fue. Y vos, mi querida Hortensia, pensarás que yo te di el amor de madre, que vos hubieras querido tener…
La noche se hizo dueña de mis pensamientos y la oscuridad del living le puso ese toque de misterio y de ausencia al sufrimiento de un alma, que quiso dar ternura a una criatura huérfana. ¡Un gran gesto de amor que quedó en la nada por CELOS!

CUANDO ESTÁS SERIO

¡No quiero verte triste...ni enojado..!
¡No sé..!¡Se me contagia tu tristeza..!
¡Si tu boca no ríe...la mía a dejado
también de sonreir y eso me pesa..!

Tus ojos hoy no miran como siempre
¡No sé..! ¡Pero me escondes la mirada..!
¡Más te miro y no tengo el aliciente
de encontrar en un gesto tuyo...nada..!

No quiero perturbar tu pensamiento
pero tú no estás ya como otras veces
¡Si soy causa de tu resentimiento
no seas tan injusto y no me alejes..!

20/4/10

TU VOZ

¡Oh..!Tu divina voz me embriaga el alma
y hasta me transforma en mi embeleso
¡Bien sé que voy perdiendo hasta la calma
y sería capaz de darte un beso..!

Tu voz tiene el influjo que seduce
y cierro los ojos cuando hablas
¡Te oculto mi mirada, porque induce
a trocar en un beso tus palabras..!

¡Pero no..! No te calles...sigue hablando
y si a tus pupilas vence el sueño...
¡Entonces mi alma quedará escuchando
solo el eco de tu voz...mi dueño..!

AL IRTE

Tú te fuíste y se quedó mi alma
enmudecida...como en suspenso
Se llegó la noche a mi ventana
y atisbé sus horas de silencio

Tú te fuíste y se anuló mi calma
y toda yo... trás tu prescencia fuí
De mi amor las alas muy temprana
desplegué en tu querer y vivo en tí

Tú te fuíste y me sentí tan sola
que no tuve consuelo en esperar
el felíz instante en que tu boca

a mi boca mil besos había de dar
Tú te fuíste y ahora mi alma evoca
caricias que te ansía prodigar

TU AUSENCIA

¡En éstos largos días de tu ausencia
pausa de eternidad...noche dormida
parece que al vivir...vivo sin vida
y una sombra sin alma es mi existencia..!

¡Hay un solo pensamiento en mi conciencia
desde el minuto aquel de tu partida
y en ésta soledad...como una herida
sufre mi corazón...su penitencia..!

¡Hasta el jardín te extraña y se entristece
las hojas secas caen...y me parece
que algo ya de mi ser hubiera en ellas..!

¡Solo busco en la noche mi consuelo
pensando que tal vez mires al cielo
y a fin tus ojos...encuentre en las estrellas..!

18/4/10

EL ROBO

Gerardo había perdido el trabajo hacía más de un año porque la empresa, en la cual se desempeñaba, había cerrado. Con sus cincuenta años, le era imposible conseguir quien lo empleara, a pesar de su cultura y de ser constructor.
Tenía muy buena presencia y no demostraba la edad, pero tampoco eso lo ayudaba para nada.
Una noche vino a visitarnos un vecino amigo, quien también estaba pasando por el mismo problema que Gerardo. Conversando, se les ocurrió que, poniendo una empresa constructora en Santa Teresita, que se estaba poblando rápidamente, podrían salir de la mala situación económica en la que habían caído.
Cuando nuestro amigo se fue, Gerardo, que se había entusiasmado con la idea, lo conversó conmigo ampliamente. Eso significaba separarnos, una triste realidad, por cierto, para ambos. Para mí, porque yo tenía que seguir trabajando en Buenos Aires, para mandarle plata a Gerardo y para él porque la cantidad que yo le enviara, tenía que alcanzarle para vivir, hasta que la empresa comenzara a funcionar.
Mi amiga Philips y su marido Pedro tenían allá una casa y un negocio de cafetería y anexos, en donde también daban de comer. Arreglaron con mi esposo Gerardo para que comiera con ellos, ya que estaba solo, viviendo tan lejos de mí.
La idea me hizo sentir que, entre amigos, Gerardo estaría cuidado y no tan solo.
Entonces, me puse a pensar con cuánto dinero contábamos para que él se fuera. El único ingreso era el mío. Ahorros no teníamos porque los habíamos utilizado para vivir mientras Gerardo estuvo sin trabajo.
Necesitaba dinero para el viaje y para los gastos de refacción del negocio. Pensaba hacer una oficina adelante y atrás su dormitorio. Como era muy habilidoso, lo iba a dejar de primera.
Y tuve que tomar una triste decisión… vender todas mis joyas, que eran muchas y muy hermosas.
Llegó el día de la despedida y, con una profunda tristeza, mis hijos y yo le dimos ánimo para que se fuera con la ilusión de triunfar.
Philips y Pedro pasaron a buscar a Gerardo por casa y cuando el reloj marcaba las siete de la mañana, partieron hacia Santa Teresita. Mientras, yo, apoyada en la puerta, sentía rodar abundantes lágrimas por mis mejillas.
-Chau, Andrea. –me gritó mi esposo, saludándome cariñosamente, desde nuestro coche. –Chau, chicos.
Un dolor intenso oprimió mi pecho, pero tuve que ser fuerte ante mis hijos y disimular tanta angustia. Cuando desaparecieron, en la distancia, entré a casa con mis hijos y el silencio se tornó pesado.
Mis hijos eran casados, sólo mi hija vivía conmigo.
A eso de las nueve salimos, con mi hijo, rumbo al trabajo. Él ahora reemplazaba a su padre en la rutina diaria que consistía en llevarme a las casas de mis tejedoras, para entregarles lanas y retirar las prendas ya confeccionadas. Mi hijo era un ayudante fabuloso y muy compañero.
Fueron pasando los días… los meses, pero el trabajo que Gerardo y Pedro pensaron que iba a ser la solución de todos los problemas, no resultó tal cual lo esperaban. La gente no encargaba nada.
Philips empezó a fastidiarse por la obligación de tener que dar el almuerzo y la cena a Pedro. Poco a poco, se las fue ingeniando hasta que, con actitudes desagradables, hizo que Gerardo no fuera más.
Pensé en las bolsas de lana, que había comprado con sacrificio y me llevé las manos a la cabeza, como si todo hubiera terminado ahí.
Pedro se abrió del negocio, dejándolo solo con las obligaciones. Como no alcanzaban a cubrir los gastos y el alquiler del local, Pedro se retiró… como si nunca hubiera existido una amistad entre ambos ni una sociedad responsable. Su esposa, que era una mujer muy calculadora e interesada, lo había convencido para que no fuera más al negocio, sin importarle el sacrificio que habíamos hecho para ir a trabajar tan lejos.
Gerardo quiso repuntar el negocio solo, pero mis ganancias no alcanzaban. Yo me quedaba sin plata por mandársela a él.
Al fin, todo terminó mal. Tuvo que dejar el negocio y volver a Buenos Aires. Yo tenía la esperanza de que tal vez pudiera conseguir trabajo aquí.
Ya no sabíamos qué hacer. Gerardo salía de casa temprano y regresaba tarde, buscando un lugar donde lo aceptaran.
Y un día volvió a casa diciendo que, por suerte, había encontrado trabajo con un ingeniero, pero que, por el momento, hasta que su empresa volviera a funcionar como antes, no podía pagarle.
Así que, Gerardo necesitaba dinero todos los días para salir… no cobraba nada… no traía un solo peso y mi desesperación era demasiado grande.
Una mañana nos fuimos al centro, a comprar bolsas de lana, para distribuirlas entre mis tejedoras. Por suerte, había conseguido un pedido grande de pulóveres y debía cumplir con el cliente.
Salimos de la hilandería. Gerardo guardó todas las bolsas en el baúl y me dijo que yo volviera a casa porque él se iba a encontrar con el ingeniero y que al mediodía volvería para almorzar conmigo.
Así lo hice. Pero me fui molesta. Todavía no conocía a ese ingeniero, él siempre se las arreglaba para dilatar la presentación.
Cuando llegué a casa, me sentía muy mal, como si tuviera el presentimiento de que algo iba a pasar… y pasó… porque, a eso de las seis de la tarde, llegó con cara de desesperado y me contó que le habían robado el coche.
Gerardo llamó por teléfono a su amigo Ramón y le contó todo lo que había pasado. Quedaron que a la mañana siguiente él pasaría a buscarlo para recorrer lugares, a ver si encontraban el coche abandonado.
A la mañana siguiente, Ramón pasó a buscar a Gerardo, como habían quedado y se fueron.
Mientras estaba yo desayunando con mi hijo, sonó el teléfono. Atendí, pensando que era mi esposo, pero no era él, era un taxista que llamaba desde la provincia, para pedirnos que fuéramos a buscar nuestro coche que estaba tumbado en una zanja, que había delante de su casa y él no podía retirar su taxi para ir a trabajar.
Le pasé el teléfono a mi hijo y el taxista le explicó cómo llegar a su casa. También le informó que a nuestro coche le habían robado la puerta del lado del acompañante y que habían vaciado el baúl.
Con una angustia tremenda, salimos con mi hijo en busca del coche, ya que no teníamos forma de avisarle a Gerardo.
Tardamos casi una hora en llegar y, como nos había anticipado el taxista, encontramos el coche tumbado en la zanja.
El señor, muy amable, permitió a mi hijo llamar al ACA, para pedir auxilio, el cual no tardó en llegar y sacar el coche.
Mientras tanto, la esposa del taxista me había hecho pasar, gentilmente, a su casa. Conversando con sus dos hijos varones, éstos me contaron que a la vuelta de su casa vivía un chico que se había quedado con una cartera de mujer, que tenía muchos documentos y fotos.
Intrigada, me hice acompañar hasta la puerta de una casa, tipo conventillo y golpeé fuertemente las manos.
Desde el fondo, apareció una señora quien, luego de escuchar el motivo por el cual estaba yo allí, llamó a su hijo, le pidió lo que había encontrado y me lo entregó.
Agradecí a la señora y me retiré, ansiosa por saber de quién era esa pobre cartera roja, de aspecto tan gastado y de quién eran esas fotos.
Una vez en el coche, abrí la cartera y saqué un abultado porta documentos. En el DNI aparecía la foto de una linda jovencita, de pelo negro, largo y ondulado. Al mirar la fecha de nacimiento, descubrí que tenía tan sólo veinticinco años, dos años menos que mi hija. Al lado, estaba la foto de Gerardo, de cuando tenía esa misma edad.
-¡Desgraciado! -me dije, desesperada. Mi corazón parecía estallar dentro de mi pecho. Sentía púas que pinchaban toda mi cabeza y un tremendo temblor, en todo mi cuerpo… pensaba que me iba a desmayar.
Cuando mi hijo me vio en ese estado, paró el coche y me preguntó asustado: -¿Qué te pasa mamá?
Entonces, le mostré lo que había encontrado… cartas de una amiga de Buenos Aires hacia Santa Teresita; libreta de teléfonos, con los números suficientes como para averiguar, en Buenos Aires, quién era y a qué se dedicaba esa jovencita.
Mi hijo se puso furioso. No había explicación que pudiera aplacar nuestra ira.
Yo lloraba y seguía temblando de emoción. Había recibido un impacto feroz y no podía reponerme.
Tantos meses engañándome con que iba a trabajar. Comprendí que sólo me pedía plata para disfrutarla con ella. ¡Maldito egoísta!
Me usaba, descaradamente, para sus sucios fines.
Cuando llegamos a casa, mi hijo firmó los papeles que le entregaron los empleados del ACA, que habían traído el coche. Cuando éstos se fueron, abrió el portón del garage, entró el coche de su padre y volvió a cerrarlo.
-Pensar –le dije sollozando a mi hijo –que ahora que íbamos a estrenar la casa nueva, se me vino el mundo encima.
-Mamá, no sé cómo consolarte -dijo mi hijo afligido –ya sé que esto no tiene consuelo, pero te juro que, aunque no vivo con vos, siempre voy a estar a tu lado. Por suerte, mi hermana vive con vos y no vas a estar tan sola –agregó abrazándome.
-Ya sé, hijo. Pasado mañana terminaremos la mudanza y yo estaré sola con tu padre en esta casa hasta ese día.
-¿Querés que me quede mamá?
-No hijo. Este problema lo tengo que arreglar sola. Te agradezco.
-Bueno, mamá. Llamame por cualquier cosa que necesites, que yo vendré enseguida.
-Gracias, mi amor –le dije, acompañándolo hasta la puerta. Se fue muy triste.
Cuando llegó Gerardo, yo estaba en el dormitorio, terminando de empacar la ropa. Él se acercó y, dándome un beso, me dijo que no había encontrado el coche.
-Bueno -le dije, mordiéndome los labios para no gritar.
Luego, le conté: -Cuando vos te fuiste, esta mañana, llamó un señor para avisar que nuestro coche estaba frente a su casa. Encontró el número de teléfono en los papeles que estaban en la guantera.
Dijo que fueras a buscarlo, pero como vos ya te habías ido, fuimos nuestro hijo y yo. Llamamos al ACA para que lo trajeran y ahora está en el fondo.
-Te aviso que robaron la puerta del lado del acompañante y todas las bolsas de lana del baúl.
¡Maldición…! –exclamó disgustado.
-Maldición, no, querido. –dije acercándome y de frente… mirándolo a los ojos, le grité su falta de fidelidad, diciéndole a boca de jarro: -¡Vos tenés una amante!
Se dio tal susto, que se abrazó a mí, al verse descubierto. Yo escuchaba el estrepitoso palpitar de su corazón y el temblor de su cuerpo.
-¿Por qué me hiciste esto…? ¿Por qué? –le pregunté llorando. -¿Cuándo te fallé yo…? Decime… ¿cuándo…?
-No me fallaste. –dijo él, apartándose de mí. –Me enamoré de ella, en Santa Teresita. Ahí la conocí, la soledad me llevó a eso sin quererlo.
-¿Dónde la conociste? Si vos me contabas que no tenías tiempo para salir a divertirte, de tanto trabajo que tenías. ¿Pero… en qué trabajabas?
-Una noche fuimos a tomar unas copas con unos amigos. Ella nos sirvió la bebida y pasó lo que tenía que pasar… nos gustamos mutuamente y empezamos a tratarnos… Ya hace de esto seis meses.
-¿Y qué hay de mí…? –pregunté estúpidamente.
-Me separo de vos. Perdoname, pero ya no te quiero.
Traté de hacerlo razonar, pero ni los treinta años de casados lo hicieron reaccionar. Claro… la piba era dos años menor que su propia hija y él se sentía halagado… pobre infeliz. No se daba cuenta de que el hombre, cuando llega a esa edad, quiere ignorar los años que tiene y desea sentir que todavía puede conquistar a una mujer joven.
-Pero… ¿Con qué pensabas mantenerla si yo no me hubiera enterado…? ¡Ya sé! Con mi trabajo los iba a mantener a los dos… ¿verdad…? Agregué, increpándolo de golpe.
Pero no me contestó. Me dejó sola en la habitación y yo sentí deseos de morir… lo amaba tanto, que ni esa bofetada cruel, hacía decaer mi amor.
¡Eran muchos años de quererlo cada vez más!
¿Cómo pudo dejarme de lado por una cualquiera…? ¡Era una vulgar copera!
Esa noche no pude dormir. Encerrada en mi habitación, traté de ordenar mis pensamientos
A la mañana siguiente, llegó el camión de la mudanza. Gerardo vigiló todo el trabajo sin decir nada. Una vez terminada la mudanza, cerré toda la casa y le entregué las llaves.
-Chau -le dije.
-¿Adónde vas? -me preguntó extrañado.
-Voy a tomar un taxi. Yo con vos no viajo. –crucé la calle apurada, parando uno que pasaba.
Rezongando, subió al coche y se fue, siguiendo al camión de la mudanza.
Le pedí al chofer del taxi que se apurara, quería llegar rápido a mi nueva casa. Allí me estaba esperando mi hija. Estaba ansiosa porque su hermano le había anticipado los desgraciados hechos.
Cuando nos encontramos, le dije: -Ketty… te pido por favor que, cuando entre tu padre, no digas nada. Esto lo tengo que arreglar o desarreglar yo sola.
-¡No le perdono lo que te hizo mamá!
-Vos sos muy joven todavía. No te dejes manejar por tu inexperiencia. Todo en la vida debe ser bien analizado. Uno debe controlar los nervios para razonar con serenidad.
-¡Entonces, no pienso ni saludarlo!
-¡Vamos Ketty…! Estoy destrozada, dejame que me entienda yo misma. Todavía no tuve un momento de soledad para darme cuenta de mi tragedia.
-Necesito estar sola y en silencio… y justo ahora en plena mudanza. ¿Te imaginás cómo me siento? -agregué.
-Andá arriba, mamá. Ya sabés cuál es tu dormitorio. Yo me encargaré de distribuir las cosas en sus respectivos lugares -dijo mi hija y salió a la puerta, con su marido Franco. Yo me fui arriba.
Quería estar sola, llorar… Quería entender lo que me había pasado a mí, que tan enamorada estaba de él.
Llamé a mi amiga Beba, que hacía tres años había sufrido mi misma pena, para desahogarme. Ella me iba a entender.
-Vení a pasar unos días conmigo. –me invitó.
-No. –le respondí. –Tengo que hablar con él. No hemos hablado casi nada y necesito decirle muchas cosas aún.
-Bueno, Andrea. –me dijo Beba. –Cuando vos sientas la necesidad de venir, ésta es tu casa. –me mandó un beso y cortó.
Me sentía mal, muy mal. Me dolía el pecho, como si fuera a estallar mi corazón. Esperaba que él abriera la puerta y se acercara a mí para pedirme perdón.
Pero… no. Pasadas dos horas, habían bajado todo y el camión se había ido. Quedaron mi marido y mi yerno acomodando los muebles de abajo. Los de mi dormitorio y los del de mi hija habían llegado el día anterior.
Sentí unos pasos en la escalera y la puerta de mi dormitorio se abrió. Gerardo entró y la cerró sin apuro y acercando una silla a la cama, me dijo resueltamente que ya no me quería más y que se separaba de mí.
Las lágrimas brotaban de mis ojos sin parar, mientras él me decía que teníamos que vender la casa.
-¡Pero si recién la compramos! ¡Todavía no he corrido un mueble!
-Yo quiero mi parte para poder irme a vivir a otro lado. –me dijo, resueltamente.
-Claro, vos querés darle un hogar a esa mujer de la vida, que te eligió a vos, no porque te quiera, sino porque habrá pensado que con vos se para para siempre y no tendrá que trabajar más de lo que trabaja… mujer sin vergüenza…
-Yo hablé con varias personas que figuraban en la agenda telefónica que perdió. Ninguna me dio buenas referencia de ella, hasta una tía me contó cosas tremendas, diciéndome que era prostituta…
-Me cambiás por una cualquiera. Pero esto no va a quedar así, a partir de hoy no te voy a dar ni un peso más. Que te mantenga tu amante… total… es tan trabajadora…
-Y cuando se venda la casa, no te voy a dar la mitad. Compraré un departamento para que tengas donde vivir con tu hija, o sea, tu amante. Y poco me importa de qué vivas. Y no creas que vas a poder vender el departamento… no… yo lo pondré a mi nombre, de modo que ella no se lo pueda quedar…
Se levantó y, poniéndose el saco, se fue sin contestarme.
-¡Querés guerra… tendrás guerra! -me dije.
Junté toda su ropa y la llevé al dormitorio de huéspedes, que quedaba al lado del mío. Le acomodé la cama por última vez, la ropa en el placard y, al salir, pegué un papel grande en la puerta que decía: “Aquí dormís vos”.
Ketty subió con una bandeja con comida.
-Mamá comé, no le des el gusto de enfermarte.
-Tenés razón, mi amor. –acepté.
Entregué a mi hija todo lo que había encontrado de esa mujer, para que lo ocultara en algún lugar.
Cuando ella vio el documento, exclamó sorprendida: -¡Pero, mamá, esta mujer tiene dos años menos que yo…! ¿A papá no le da vergüenza hacer semejante cosa? Un hombre grande se dejó atrapar por una mujer de la vida… Al menos hubiera sido una chica con cultura y alguna profesión… pero no una cualquiera.
-Ketty, mañana me voy a pasar unos días con Beba. No resisto estar al lado y verlo… lo quiero demasiado.
-Hasta mañana, mamá. –se despidió Ketty y se fue muy triste, sin saber cómo consolarme.
Pasaron lentamente los días y yo seguía peor. No me importaba vivir y, aunque nada le decía a mi hija, me desahogaba con Beba.
Un día me llamó Ketty para contarme que había pasado toda la comida que había en mi heladera a la suya, pues quería que su padre no encontrara nada para comer.
-¡No! –le dije -poné otra vez la comida donde estaba… que coma hasta que se acabe y que después se arregle.
-¿Sabés mamá, que tuvo el coraje de preguntarme dónde estabas?
-¿Y vos qué le dijiste? –le pregunté.
-Que te fuiste sin decirme adónde. –me contestó Ketty.
-Hiciste bien.
Después de unos días, regresé a mi casa. La situación era penosa. Él estaba todo el día fuera de la casa y volvía de madrugada. No había diálogo entre nosotros y cuando hablábamos, me pedía plata.
Entonces volví a irme por unos días. Luego empecé a seguirlo y a sorprenderlo con esa loca, pero no pude conseguir nada con mi persecución. El continuaba con ella y, al mismo tiempo, me perseguía a mí. ¡Estaba tan desubicado…! Tenía miedo de perderme, pero me decía que ya no me quería. Ni él mismo sabía qué hacer.
Pasaron tres meses terribles para mí. Gerardo estaba cada vez más desmejorado.
Una tarde sonó el teléfono. Cuando atendí, escuché a esa mala mujer decirme que ella lo dejaba y que se iba de Buenos Aires.
Luego de cortar, me quedó un sabor de rabia y de odio en mi alma.
Por más que se fuera y que dejara a Gerardo, el daño estaba hecho. Pero yo lo amaba tanto que, a pesar de todo, lo perdonaba en el fondo de mi alma. ¡Era una vida juntos…! ¿Cómo se podía destruir así?
Seguíamos casi sin hablarnos y cuando lo hacíamos, yo le demostraba mi enojo. Entonces él me miraba y me decía: -¡Qué linda te ponés cuando te enojás! –estaba loco. ¿Qué pretendía?
Mi hija no hablaba a su padre, ella no le perdonaba. Y, aunque dentro de mi alma también había un profundo rencor y dolor porque él había intentado dejarme, yo no podía pensar en otra vida sin él. Tanto lo amaba, que no podía imaginar otro hombre en mi vida, que lo pudiera reemplazar.
Y un día me dije basta, o lo perdono definitivamente, pero sin olvidar lo que me hizo y rehago mi vida o lo dejo.
Entonces, en una charla infinita con Dios, lloré mucho… mucho. Y como sabía que él me amaba y que la grave falta cometida era por querer volver a sentirse joven, como todo hombre que llega a la edad crítica, doblegué mi orgullo, mi rencor y mi rabia. Y, cuando él volvió a mí con la misma ternura perdida, me juré no reprocharle nunca lo que había hecho, pero sin olvidarlo y logré, con la fuerza de mi amor y la del suyo, rehacer mi vida, desterrar la idea de la muerte y devolverle el padre a mis hijos.
Salvé mi hogar y, al pasar los años, volvimos a ser los novios que éramos, los amantes eternos. Sentí que la vida me había probado en un momento de terrible dolor, con la prueba de fuego.
¡El amor había triunfado…! ¡Eso sólo es posible cuando el amor es verdadero y profundo!