21/4/10

EL CHOQUE

El viento y la lluvia arreciaban con furia, como si quisieran destruirlo todo.
Jamás había llovido de esa forma, en los veinte años de mi vida. Las persianas parecían querer abrirse y las puertas no podían sujetar el viento.
Espantada, miraba el techo y pensaba que iba a volarse.
Sentada en el piso, abrazada a mi perra ovejero alemán y con la linterna en la mano, me refugiaba contra el sofá, temblando de miedo. Se había cortado la luz y el teléfono no funcionaba.
El cielo se había oscurecido de tal forma que, siendo las cuatro de la tarde, parecía noche total.
En eso, un fuerte golpe en la puerta me sobresaltó. Pensé que había caído algo sobre ella, pero no. Tres golpes seguidos y fuertes me dieron la pauta de que había alguien del otro lado. Levantándome, corrí hacia ella y la abrí como pude.
Era un hombre joven, completamente empapado y con un gran corte en la frente, que le sangraba abundantemente.
Entró tambaleante y se tiró en el sofá. Mientras, yo trataba, con todas mis fuerzas, de cerrar la puerta. El viento no me dejaba.
Cuando lo logré, corrí hacia él con una toalla y le cubrí la herida. Él permanecía con los ojos cerrados, estaba inconsciente.
Fui hasta el botiquín y busqué agua oxigenada, gasas y curitas.
Con sumo cuidado limpié su herida con el agua oxigenada y le puse una gasa con bastante azúcar, para pararle la sangre.
El tajo era de unos cinco centímetros de largo y profundo. Cuando dejó de sangrar, limpié otra vez la herida, con agua oxigenada. Luego la fui cubriendo con curitas, apretando suavemente los costados de la piel, hasta unirlos. Así, fui cerrando la abertura, hasta que quedó completamente sellada. Y, con una venda, le envolví la frente por si llegaba a sangrar nuevamente.
Mi papá era médico y siempre me asesoraba sobre lo que tenía que hacer en caso de urgencia.
Miré al joven, que seguía desvanecido sobre el sofá y vi su ropa empapada que chorreaba agua sobre mi alfombra. Sólo atiné a cubrirlo con tres toallones de baño, para absorberle el agua y puse una abundante cantidad de papeles de diario en el piso.
Luego me acurruqué junto a mi perro, en el otro sofá.
Había pasado media hora y él seguía dormido. Entonces, asustada, me acerqué y lo moví suavemente. Como yo sabía que no hay que dejar dormir a una persona cuando tiene un golpe en la cabeza, traté de despertarlo para ver cómo estaba.
A duras penas abrió los ojos y me miró, sin entender y, luego, los volvió a cerrar.
Pero yo insistí en despertarlo. Tenía miedo de dejarlo dormir y, tanto hice, que logré que fuera volviendo a la realidad.
-¿Dónde estoy? –preguntó sobresaltado.
-Estás en mi casa. Tuviste un accidente, no sé cómo ni dónde, pero vos golpeaste mi puerta y, tan lastimado estabas que te dejé pasar.
-Además, estabas chorreando agua. Mirá cómo dejaste el sofá y la alfombra. ¿Qué te pasó?
-Choqué con mi coche, en medio de la tormenta, contra un árbol. El viento no me dejaba manejar, creí que iba a morir.
De pronto, se tocó la cabeza y dijo: -¿Qué me pasó?
-Te abriste la cabeza y yo te curé como pude.
¡OH!... gracias. –dijo sin moverse. Parecía que tenía el cuerpo abandonado sobre el sofá y que no tenía fuerzas para incorporarse.
Como yo trataba de hablarle para que no se durmiera, las horas fueron pasando sin darme cuenta.
Eran ya las veinte. Habían pasado cuatro horas del temporal. El viento había amainado y la lluvia había dejado su violencia.
La noche era horrible. La luz no volvía ni el teléfono funcionaba.
Mis padres no llegaban, a raíz de la lluvia. ¿Qué podía yo hacer sola, en esa noche horrible? Recé para que ellos llegaran pronto.
Encendí velas para alumbrar el living. El temporal había pasado, no había peligro de que se cayera una vela y se prendiera fuego la casa.
Me dirigí a la cocina y encendí la hornalla con temor, pero, por suerte, todo estaba bien.
Calenté agua y preparé una sopa para que se le fuera el frío al muchacho, que aún estaba mojado. Y le cambié los toallones por otros secos.
Y, como si Dios hubiera escuchado mi plegaria, se abrió la puerta de calle y aparecieron mis padres.
Me abracé a ellos con alegría y les conté lo sucedido.
Mi padre se acercó al muchacho para revisarlo y vio que tenía mucha fiebre. Entonces, con la ayuda de mi madre y la mía, lo llevamos hasta el coche, para internarlo en el hospital.
Cuando llegamos, las enfermeras se hicieron cargo del muchacho. Tenía la ropa mojada, todavía y tiritaba de frío. Como mi padre era médico de ese hospital todo quedó controlado y volvimos a nuestra casa.
Había muchos árboles caídos y cables cortados, que pendían peligrosamente. Era todo un cuadro desolador. Por suerte mi casa no había sufrido daño alguno.
No podría olvidar jamás esa noche, ni tampoco al muchacho que yo había auxiliado, que por cierto estaba bastante bien.
El día siguiente amaneció frío y gris. Cuando me desperté el reloj marcaba las nueve horas, pero a mí me parecía que eran las seis, del sueño que tenía.
El ruido de los camiones, sacando los árboles caídos, me despertó. También… me había dormido a las tres de la mañana. El sueño me había vencido.
Haciendo un esfuerzo, me vestí rápidamente y bajé a desayunar. Mamá me estaba esperando con una humeante taza de leche y galletitas con dulce.
-Vamos hija, que vas a llegar tarde a la facultad. Por suerte hoy no va a llover, pero el día está horrible. Abrigate bien. –me dijo mi madre.
Cuando salí, vi que la grúa se llevaba el coche chocado, del muchacho accidentado.
La calle estaba más despejada y limpia y eso daba la sensación de que todo volvería a la normalidad pronto.
Cuando llegué a la facultad, me olvidé de todo lo ocurrido y atendí mi clase. Estudiar me encantaba y yo quería recibirme pronto de Contadora pública, para empezar a trabajar.
Y como los días vuelan, pasaron los meses, sin darme cuenta. Y, cuando cumplí mis veintidós, tenía mi título de contadora, como un trofeo, en mis manos.
Como premio a mi esfuerzo en el estudio, papá y mamá me llevaron de vacaciones. Lo disfruté mucho. Pasamos quince días hermosos.
Ya de regreso, una de mis amigas festejó su cumpleaños y fui a la fiesta.
La noche era hermosa e invitaba a disfrutarla.
En un remis llegué al salón de fiestas, con un elegante vestido largo, turquesa, que era mi color preferido. Y entré como diciendo “aquí llego yo”.
Etelia, mi amiga, se acercó a recibirme con alegría y me llevó a un grupo de chicas y muchachos, para presentarme.
Pronto, salí a bailar con un muchacho, cuya cara me resultaba familiar, pero yo no lo conocía. En la charla, él me dijo que también tenía la vaga sensación de haberme visto antes.
Y nos sentamos en un rincón del salón a tomar algo, mientras la música recreaba nuestros oídos.
-¿Cuál es tu nombre? –me preguntó.
-Estrella Briones. –le dije quedamente porque mi nombre no me gustaba.
-Daniel, es el mío y el tuyo es muy lindo –dijo mirando el cielo.
Y la charla comenzó a surgir espontánea y fluida, hasta que él, de improviso, me preguntó si yo era la hija del Dr. Briones, del Hospital Versalles.
-Sí –le dije, sorprendida. – ¿Vos conocés a mi papá?
-¡Ahora entiendo por qué te encontraba cara conocida! –dijo Daniel. –Tu papá me atendió en el hospital, el día de mi accidente y nunca lo olvidé porque su apellido es tan peculiar, que me quedó grabado. Cuando me curé fui a saludarlo y a agradecerle lo que había hecho por mí. Pero el me contestó que todo se lo debía a su hija Estrella, pues fue ella quien me auxilió primero.
-¡Qué vueltas extrañas da la vida! Ahora, después de dos años de mi accidente, vuelvo a encontrarme con quien tan bien me ayudó en aquel momento… porque, gracias a tu atención, no me quedó cicatriz en la frente… mirame -dijo sonriendo.
-Nunca olvidé tu rostro, en aquella noche espantosa, en que creí morir. Sólo tu imagen y tu rostro hermoso fue lo que vi al reaccionar y me quedó grabado. Después, no me animé a ir a tu casa… fui un tonto… lo reconozco.
-Bueno… -le dije. -Me estás agradeciendo ahora.
-¡Pero… no es lo mismo… eso sucedió hace dos años atrás!
-¿Y qué importancia tiene?
-Que por lo que me gustás ahora y por lo que me gustaste antes, ya seríamos novios.
-¡Qué exagerado sos!
Y, tomándola de la mano, la invitó a bailar.
Los compases armoniosos de un tango los sumieron en un baile de profundo acercamiento. Mientras, la letra del mismo, los invitaba a soñar.
Todo es romance en un tango y, al bailarlo, hace que los cuerpos vibren al unísono.
Y Daniel la apretó tiernamente mientras su corazón palpitaba aceleradamente… había encontrado a la mujer de su vida.
Y así se lo dijo a Estrella, en la penumbra colorida del salón, mientras la rueda de colores giraba misteriosa sobre los bailarines, dándoles un toque de magia.
Y Estrella sintió la atracción, la misma atracción que Daniel y, al salir de la pista de baile, bajo un rosal, repleto de rosas rojas, que había en el jardín, sellaron con un profundo beso de amor el encuentro más hermoso de dos seres, que estaban predestinados el uno para el otro.

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