18/4/10

EL ROBO

Gerardo había perdido el trabajo hacía más de un año porque la empresa, en la cual se desempeñaba, había cerrado. Con sus cincuenta años, le era imposible conseguir quien lo empleara, a pesar de su cultura y de ser constructor.
Tenía muy buena presencia y no demostraba la edad, pero tampoco eso lo ayudaba para nada.
Una noche vino a visitarnos un vecino amigo, quien también estaba pasando por el mismo problema que Gerardo. Conversando, se les ocurrió que, poniendo una empresa constructora en Santa Teresita, que se estaba poblando rápidamente, podrían salir de la mala situación económica en la que habían caído.
Cuando nuestro amigo se fue, Gerardo, que se había entusiasmado con la idea, lo conversó conmigo ampliamente. Eso significaba separarnos, una triste realidad, por cierto, para ambos. Para mí, porque yo tenía que seguir trabajando en Buenos Aires, para mandarle plata a Gerardo y para él porque la cantidad que yo le enviara, tenía que alcanzarle para vivir, hasta que la empresa comenzara a funcionar.
Mi amiga Philips y su marido Pedro tenían allá una casa y un negocio de cafetería y anexos, en donde también daban de comer. Arreglaron con mi esposo Gerardo para que comiera con ellos, ya que estaba solo, viviendo tan lejos de mí.
La idea me hizo sentir que, entre amigos, Gerardo estaría cuidado y no tan solo.
Entonces, me puse a pensar con cuánto dinero contábamos para que él se fuera. El único ingreso era el mío. Ahorros no teníamos porque los habíamos utilizado para vivir mientras Gerardo estuvo sin trabajo.
Necesitaba dinero para el viaje y para los gastos de refacción del negocio. Pensaba hacer una oficina adelante y atrás su dormitorio. Como era muy habilidoso, lo iba a dejar de primera.
Y tuve que tomar una triste decisión… vender todas mis joyas, que eran muchas y muy hermosas.
Llegó el día de la despedida y, con una profunda tristeza, mis hijos y yo le dimos ánimo para que se fuera con la ilusión de triunfar.
Philips y Pedro pasaron a buscar a Gerardo por casa y cuando el reloj marcaba las siete de la mañana, partieron hacia Santa Teresita. Mientras, yo, apoyada en la puerta, sentía rodar abundantes lágrimas por mis mejillas.
-Chau, Andrea. –me gritó mi esposo, saludándome cariñosamente, desde nuestro coche. –Chau, chicos.
Un dolor intenso oprimió mi pecho, pero tuve que ser fuerte ante mis hijos y disimular tanta angustia. Cuando desaparecieron, en la distancia, entré a casa con mis hijos y el silencio se tornó pesado.
Mis hijos eran casados, sólo mi hija vivía conmigo.
A eso de las nueve salimos, con mi hijo, rumbo al trabajo. Él ahora reemplazaba a su padre en la rutina diaria que consistía en llevarme a las casas de mis tejedoras, para entregarles lanas y retirar las prendas ya confeccionadas. Mi hijo era un ayudante fabuloso y muy compañero.
Fueron pasando los días… los meses, pero el trabajo que Gerardo y Pedro pensaron que iba a ser la solución de todos los problemas, no resultó tal cual lo esperaban. La gente no encargaba nada.
Philips empezó a fastidiarse por la obligación de tener que dar el almuerzo y la cena a Pedro. Poco a poco, se las fue ingeniando hasta que, con actitudes desagradables, hizo que Gerardo no fuera más.
Pensé en las bolsas de lana, que había comprado con sacrificio y me llevé las manos a la cabeza, como si todo hubiera terminado ahí.
Pedro se abrió del negocio, dejándolo solo con las obligaciones. Como no alcanzaban a cubrir los gastos y el alquiler del local, Pedro se retiró… como si nunca hubiera existido una amistad entre ambos ni una sociedad responsable. Su esposa, que era una mujer muy calculadora e interesada, lo había convencido para que no fuera más al negocio, sin importarle el sacrificio que habíamos hecho para ir a trabajar tan lejos.
Gerardo quiso repuntar el negocio solo, pero mis ganancias no alcanzaban. Yo me quedaba sin plata por mandársela a él.
Al fin, todo terminó mal. Tuvo que dejar el negocio y volver a Buenos Aires. Yo tenía la esperanza de que tal vez pudiera conseguir trabajo aquí.
Ya no sabíamos qué hacer. Gerardo salía de casa temprano y regresaba tarde, buscando un lugar donde lo aceptaran.
Y un día volvió a casa diciendo que, por suerte, había encontrado trabajo con un ingeniero, pero que, por el momento, hasta que su empresa volviera a funcionar como antes, no podía pagarle.
Así que, Gerardo necesitaba dinero todos los días para salir… no cobraba nada… no traía un solo peso y mi desesperación era demasiado grande.
Una mañana nos fuimos al centro, a comprar bolsas de lana, para distribuirlas entre mis tejedoras. Por suerte, había conseguido un pedido grande de pulóveres y debía cumplir con el cliente.
Salimos de la hilandería. Gerardo guardó todas las bolsas en el baúl y me dijo que yo volviera a casa porque él se iba a encontrar con el ingeniero y que al mediodía volvería para almorzar conmigo.
Así lo hice. Pero me fui molesta. Todavía no conocía a ese ingeniero, él siempre se las arreglaba para dilatar la presentación.
Cuando llegué a casa, me sentía muy mal, como si tuviera el presentimiento de que algo iba a pasar… y pasó… porque, a eso de las seis de la tarde, llegó con cara de desesperado y me contó que le habían robado el coche.
Gerardo llamó por teléfono a su amigo Ramón y le contó todo lo que había pasado. Quedaron que a la mañana siguiente él pasaría a buscarlo para recorrer lugares, a ver si encontraban el coche abandonado.
A la mañana siguiente, Ramón pasó a buscar a Gerardo, como habían quedado y se fueron.
Mientras estaba yo desayunando con mi hijo, sonó el teléfono. Atendí, pensando que era mi esposo, pero no era él, era un taxista que llamaba desde la provincia, para pedirnos que fuéramos a buscar nuestro coche que estaba tumbado en una zanja, que había delante de su casa y él no podía retirar su taxi para ir a trabajar.
Le pasé el teléfono a mi hijo y el taxista le explicó cómo llegar a su casa. También le informó que a nuestro coche le habían robado la puerta del lado del acompañante y que habían vaciado el baúl.
Con una angustia tremenda, salimos con mi hijo en busca del coche, ya que no teníamos forma de avisarle a Gerardo.
Tardamos casi una hora en llegar y, como nos había anticipado el taxista, encontramos el coche tumbado en la zanja.
El señor, muy amable, permitió a mi hijo llamar al ACA, para pedir auxilio, el cual no tardó en llegar y sacar el coche.
Mientras tanto, la esposa del taxista me había hecho pasar, gentilmente, a su casa. Conversando con sus dos hijos varones, éstos me contaron que a la vuelta de su casa vivía un chico que se había quedado con una cartera de mujer, que tenía muchos documentos y fotos.
Intrigada, me hice acompañar hasta la puerta de una casa, tipo conventillo y golpeé fuertemente las manos.
Desde el fondo, apareció una señora quien, luego de escuchar el motivo por el cual estaba yo allí, llamó a su hijo, le pidió lo que había encontrado y me lo entregó.
Agradecí a la señora y me retiré, ansiosa por saber de quién era esa pobre cartera roja, de aspecto tan gastado y de quién eran esas fotos.
Una vez en el coche, abrí la cartera y saqué un abultado porta documentos. En el DNI aparecía la foto de una linda jovencita, de pelo negro, largo y ondulado. Al mirar la fecha de nacimiento, descubrí que tenía tan sólo veinticinco años, dos años menos que mi hija. Al lado, estaba la foto de Gerardo, de cuando tenía esa misma edad.
-¡Desgraciado! -me dije, desesperada. Mi corazón parecía estallar dentro de mi pecho. Sentía púas que pinchaban toda mi cabeza y un tremendo temblor, en todo mi cuerpo… pensaba que me iba a desmayar.
Cuando mi hijo me vio en ese estado, paró el coche y me preguntó asustado: -¿Qué te pasa mamá?
Entonces, le mostré lo que había encontrado… cartas de una amiga de Buenos Aires hacia Santa Teresita; libreta de teléfonos, con los números suficientes como para averiguar, en Buenos Aires, quién era y a qué se dedicaba esa jovencita.
Mi hijo se puso furioso. No había explicación que pudiera aplacar nuestra ira.
Yo lloraba y seguía temblando de emoción. Había recibido un impacto feroz y no podía reponerme.
Tantos meses engañándome con que iba a trabajar. Comprendí que sólo me pedía plata para disfrutarla con ella. ¡Maldito egoísta!
Me usaba, descaradamente, para sus sucios fines.
Cuando llegamos a casa, mi hijo firmó los papeles que le entregaron los empleados del ACA, que habían traído el coche. Cuando éstos se fueron, abrió el portón del garage, entró el coche de su padre y volvió a cerrarlo.
-Pensar –le dije sollozando a mi hijo –que ahora que íbamos a estrenar la casa nueva, se me vino el mundo encima.
-Mamá, no sé cómo consolarte -dijo mi hijo afligido –ya sé que esto no tiene consuelo, pero te juro que, aunque no vivo con vos, siempre voy a estar a tu lado. Por suerte, mi hermana vive con vos y no vas a estar tan sola –agregó abrazándome.
-Ya sé, hijo. Pasado mañana terminaremos la mudanza y yo estaré sola con tu padre en esta casa hasta ese día.
-¿Querés que me quede mamá?
-No hijo. Este problema lo tengo que arreglar sola. Te agradezco.
-Bueno, mamá. Llamame por cualquier cosa que necesites, que yo vendré enseguida.
-Gracias, mi amor –le dije, acompañándolo hasta la puerta. Se fue muy triste.
Cuando llegó Gerardo, yo estaba en el dormitorio, terminando de empacar la ropa. Él se acercó y, dándome un beso, me dijo que no había encontrado el coche.
-Bueno -le dije, mordiéndome los labios para no gritar.
Luego, le conté: -Cuando vos te fuiste, esta mañana, llamó un señor para avisar que nuestro coche estaba frente a su casa. Encontró el número de teléfono en los papeles que estaban en la guantera.
Dijo que fueras a buscarlo, pero como vos ya te habías ido, fuimos nuestro hijo y yo. Llamamos al ACA para que lo trajeran y ahora está en el fondo.
-Te aviso que robaron la puerta del lado del acompañante y todas las bolsas de lana del baúl.
¡Maldición…! –exclamó disgustado.
-Maldición, no, querido. –dije acercándome y de frente… mirándolo a los ojos, le grité su falta de fidelidad, diciéndole a boca de jarro: -¡Vos tenés una amante!
Se dio tal susto, que se abrazó a mí, al verse descubierto. Yo escuchaba el estrepitoso palpitar de su corazón y el temblor de su cuerpo.
-¿Por qué me hiciste esto…? ¿Por qué? –le pregunté llorando. -¿Cuándo te fallé yo…? Decime… ¿cuándo…?
-No me fallaste. –dijo él, apartándose de mí. –Me enamoré de ella, en Santa Teresita. Ahí la conocí, la soledad me llevó a eso sin quererlo.
-¿Dónde la conociste? Si vos me contabas que no tenías tiempo para salir a divertirte, de tanto trabajo que tenías. ¿Pero… en qué trabajabas?
-Una noche fuimos a tomar unas copas con unos amigos. Ella nos sirvió la bebida y pasó lo que tenía que pasar… nos gustamos mutuamente y empezamos a tratarnos… Ya hace de esto seis meses.
-¿Y qué hay de mí…? –pregunté estúpidamente.
-Me separo de vos. Perdoname, pero ya no te quiero.
Traté de hacerlo razonar, pero ni los treinta años de casados lo hicieron reaccionar. Claro… la piba era dos años menor que su propia hija y él se sentía halagado… pobre infeliz. No se daba cuenta de que el hombre, cuando llega a esa edad, quiere ignorar los años que tiene y desea sentir que todavía puede conquistar a una mujer joven.
-Pero… ¿Con qué pensabas mantenerla si yo no me hubiera enterado…? ¡Ya sé! Con mi trabajo los iba a mantener a los dos… ¿verdad…? Agregué, increpándolo de golpe.
Pero no me contestó. Me dejó sola en la habitación y yo sentí deseos de morir… lo amaba tanto, que ni esa bofetada cruel, hacía decaer mi amor.
¡Eran muchos años de quererlo cada vez más!
¿Cómo pudo dejarme de lado por una cualquiera…? ¡Era una vulgar copera!
Esa noche no pude dormir. Encerrada en mi habitación, traté de ordenar mis pensamientos
A la mañana siguiente, llegó el camión de la mudanza. Gerardo vigiló todo el trabajo sin decir nada. Una vez terminada la mudanza, cerré toda la casa y le entregué las llaves.
-Chau -le dije.
-¿Adónde vas? -me preguntó extrañado.
-Voy a tomar un taxi. Yo con vos no viajo. –crucé la calle apurada, parando uno que pasaba.
Rezongando, subió al coche y se fue, siguiendo al camión de la mudanza.
Le pedí al chofer del taxi que se apurara, quería llegar rápido a mi nueva casa. Allí me estaba esperando mi hija. Estaba ansiosa porque su hermano le había anticipado los desgraciados hechos.
Cuando nos encontramos, le dije: -Ketty… te pido por favor que, cuando entre tu padre, no digas nada. Esto lo tengo que arreglar o desarreglar yo sola.
-¡No le perdono lo que te hizo mamá!
-Vos sos muy joven todavía. No te dejes manejar por tu inexperiencia. Todo en la vida debe ser bien analizado. Uno debe controlar los nervios para razonar con serenidad.
-¡Entonces, no pienso ni saludarlo!
-¡Vamos Ketty…! Estoy destrozada, dejame que me entienda yo misma. Todavía no tuve un momento de soledad para darme cuenta de mi tragedia.
-Necesito estar sola y en silencio… y justo ahora en plena mudanza. ¿Te imaginás cómo me siento? -agregué.
-Andá arriba, mamá. Ya sabés cuál es tu dormitorio. Yo me encargaré de distribuir las cosas en sus respectivos lugares -dijo mi hija y salió a la puerta, con su marido Franco. Yo me fui arriba.
Quería estar sola, llorar… Quería entender lo que me había pasado a mí, que tan enamorada estaba de él.
Llamé a mi amiga Beba, que hacía tres años había sufrido mi misma pena, para desahogarme. Ella me iba a entender.
-Vení a pasar unos días conmigo. –me invitó.
-No. –le respondí. –Tengo que hablar con él. No hemos hablado casi nada y necesito decirle muchas cosas aún.
-Bueno, Andrea. –me dijo Beba. –Cuando vos sientas la necesidad de venir, ésta es tu casa. –me mandó un beso y cortó.
Me sentía mal, muy mal. Me dolía el pecho, como si fuera a estallar mi corazón. Esperaba que él abriera la puerta y se acercara a mí para pedirme perdón.
Pero… no. Pasadas dos horas, habían bajado todo y el camión se había ido. Quedaron mi marido y mi yerno acomodando los muebles de abajo. Los de mi dormitorio y los del de mi hija habían llegado el día anterior.
Sentí unos pasos en la escalera y la puerta de mi dormitorio se abrió. Gerardo entró y la cerró sin apuro y acercando una silla a la cama, me dijo resueltamente que ya no me quería más y que se separaba de mí.
Las lágrimas brotaban de mis ojos sin parar, mientras él me decía que teníamos que vender la casa.
-¡Pero si recién la compramos! ¡Todavía no he corrido un mueble!
-Yo quiero mi parte para poder irme a vivir a otro lado. –me dijo, resueltamente.
-Claro, vos querés darle un hogar a esa mujer de la vida, que te eligió a vos, no porque te quiera, sino porque habrá pensado que con vos se para para siempre y no tendrá que trabajar más de lo que trabaja… mujer sin vergüenza…
-Yo hablé con varias personas que figuraban en la agenda telefónica que perdió. Ninguna me dio buenas referencia de ella, hasta una tía me contó cosas tremendas, diciéndome que era prostituta…
-Me cambiás por una cualquiera. Pero esto no va a quedar así, a partir de hoy no te voy a dar ni un peso más. Que te mantenga tu amante… total… es tan trabajadora…
-Y cuando se venda la casa, no te voy a dar la mitad. Compraré un departamento para que tengas donde vivir con tu hija, o sea, tu amante. Y poco me importa de qué vivas. Y no creas que vas a poder vender el departamento… no… yo lo pondré a mi nombre, de modo que ella no se lo pueda quedar…
Se levantó y, poniéndose el saco, se fue sin contestarme.
-¡Querés guerra… tendrás guerra! -me dije.
Junté toda su ropa y la llevé al dormitorio de huéspedes, que quedaba al lado del mío. Le acomodé la cama por última vez, la ropa en el placard y, al salir, pegué un papel grande en la puerta que decía: “Aquí dormís vos”.
Ketty subió con una bandeja con comida.
-Mamá comé, no le des el gusto de enfermarte.
-Tenés razón, mi amor. –acepté.
Entregué a mi hija todo lo que había encontrado de esa mujer, para que lo ocultara en algún lugar.
Cuando ella vio el documento, exclamó sorprendida: -¡Pero, mamá, esta mujer tiene dos años menos que yo…! ¿A papá no le da vergüenza hacer semejante cosa? Un hombre grande se dejó atrapar por una mujer de la vida… Al menos hubiera sido una chica con cultura y alguna profesión… pero no una cualquiera.
-Ketty, mañana me voy a pasar unos días con Beba. No resisto estar al lado y verlo… lo quiero demasiado.
-Hasta mañana, mamá. –se despidió Ketty y se fue muy triste, sin saber cómo consolarme.
Pasaron lentamente los días y yo seguía peor. No me importaba vivir y, aunque nada le decía a mi hija, me desahogaba con Beba.
Un día me llamó Ketty para contarme que había pasado toda la comida que había en mi heladera a la suya, pues quería que su padre no encontrara nada para comer.
-¡No! –le dije -poné otra vez la comida donde estaba… que coma hasta que se acabe y que después se arregle.
-¿Sabés mamá, que tuvo el coraje de preguntarme dónde estabas?
-¿Y vos qué le dijiste? –le pregunté.
-Que te fuiste sin decirme adónde. –me contestó Ketty.
-Hiciste bien.
Después de unos días, regresé a mi casa. La situación era penosa. Él estaba todo el día fuera de la casa y volvía de madrugada. No había diálogo entre nosotros y cuando hablábamos, me pedía plata.
Entonces volví a irme por unos días. Luego empecé a seguirlo y a sorprenderlo con esa loca, pero no pude conseguir nada con mi persecución. El continuaba con ella y, al mismo tiempo, me perseguía a mí. ¡Estaba tan desubicado…! Tenía miedo de perderme, pero me decía que ya no me quería. Ni él mismo sabía qué hacer.
Pasaron tres meses terribles para mí. Gerardo estaba cada vez más desmejorado.
Una tarde sonó el teléfono. Cuando atendí, escuché a esa mala mujer decirme que ella lo dejaba y que se iba de Buenos Aires.
Luego de cortar, me quedó un sabor de rabia y de odio en mi alma.
Por más que se fuera y que dejara a Gerardo, el daño estaba hecho. Pero yo lo amaba tanto que, a pesar de todo, lo perdonaba en el fondo de mi alma. ¡Era una vida juntos…! ¿Cómo se podía destruir así?
Seguíamos casi sin hablarnos y cuando lo hacíamos, yo le demostraba mi enojo. Entonces él me miraba y me decía: -¡Qué linda te ponés cuando te enojás! –estaba loco. ¿Qué pretendía?
Mi hija no hablaba a su padre, ella no le perdonaba. Y, aunque dentro de mi alma también había un profundo rencor y dolor porque él había intentado dejarme, yo no podía pensar en otra vida sin él. Tanto lo amaba, que no podía imaginar otro hombre en mi vida, que lo pudiera reemplazar.
Y un día me dije basta, o lo perdono definitivamente, pero sin olvidar lo que me hizo y rehago mi vida o lo dejo.
Entonces, en una charla infinita con Dios, lloré mucho… mucho. Y como sabía que él me amaba y que la grave falta cometida era por querer volver a sentirse joven, como todo hombre que llega a la edad crítica, doblegué mi orgullo, mi rencor y mi rabia. Y, cuando él volvió a mí con la misma ternura perdida, me juré no reprocharle nunca lo que había hecho, pero sin olvidarlo y logré, con la fuerza de mi amor y la del suyo, rehacer mi vida, desterrar la idea de la muerte y devolverle el padre a mis hijos.
Salvé mi hogar y, al pasar los años, volvimos a ser los novios que éramos, los amantes eternos. Sentí que la vida me había probado en un momento de terrible dolor, con la prueba de fuego.
¡El amor había triunfado…! ¡Eso sólo es posible cuando el amor es verdadero y profundo!

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