15/4/10

EL RELATO DE CRIS

Mamá se había casado muy jovencita. Tan sólo tenía diecisiete años y papá veintidós, también muy joven. Llenos de ilusiones los dos, formaron un hogar.
La casita era chica, pero linda y cómoda, regalo de mis abuelos paternos y el campo atrabajar era grande. Mis abuelos maternos contribuyeron con muchas vacas y de ahí, en adelante , la lucha estuvo a cargo de papá y mamá.
Aún recuerdo cuando mis padres nos contaban de sus comienzos. Yo tenía entonces seis años y mi hermanita, la revoltosa de la casa, tenía tres.
Yo me había pegado tanto a mi mamá, que mentalmente estaba desarrollada como una nena de diez años y siempre escuchaba atentamente todo lo que ella, dulcemente, me aconsejaba y me decía. ”Tiene una memoria extraordinaria”, decía mi mamá. “Esta nena va a triunfar en la vida” y me abrazaba y me besaba, sonriendo.
Todo iba bien en nuestras vidas hasta, que un día, mamá enfermó de repente.
Papá se desesperó, jamás pensó que la enfermedad de mi madre pudiera ser tan delicada.
Los médicos le hacían un montón de estudios, pero no daban con la enfermedad.
Por suerte estaba Águeda, una muchacha hija de unos vecinos que vivían en un campo lindero, que se había ofrecido para ayudarnos. Ella venía a visitarnos con frecuencia y era, en realidad, la única amiga que tenía mamá.
Una vez, que vino a vernos, trajo una torta muy rica y me acuerdo que casi la devoramos, de golosas. Pero a la única que le hizo mal fue a mamá. Desde ese día empezó a sentirse mal.
Águeda le hacía beber té de hierbas porque era bueno para el dolor de estómago, decía.
Los doctores no encontraban el mal que aquejaba a mi madre y le daban remedios que, en lugar de mejorarla, la empeoraban.
Águeda se quedó en casa para ayudar. Era tan buena, que no sabíamos cómo agradecerle tanta dedicación. Ella decía: -total en casa no hago falta, mi mamá me dice que puedo quedarme, que aquí puedo ayudar más. -¡Gracias! -le decía papá, enternecido.
Águeda, solícita, nos atendía como si fuéramos de su familia y nos pedía que la llamáramos tía, -me gusta más.
-No –le decía yo. –Te vamos a decir Águeda porque tía ya tenemos. -¿Y eso qué importa…? – respondía sonriendo. –Me gusta más Águeda –me empecinaba yo. –Bueno… no importa. Decime Águeda, me gusta igual –dando por terminada la conversación, se levantó y fue a buscar el remedio que debía tomar mi mamá a esa hora.
Mamá, que estaba abandonada físicamente en la cama, no tenía fuerzas para levantarse y Águeda, con cariño, le levantaba la cabeza y le daba el remedio. -¡Ay! ¡Qué amargo y qué feo es! -se quejaba mamá. -¡Vamos…vamos! no seas mimosa y tomalo. Es feo, pero te va a mejorar.
Yo me sentía mal de ver las arcadas que el remedio le producían y, un día en el que el médico llegó a casa antes que Águeda, yo le pregunté por qué le había indicado ese remedio tan feo. –Ella no lo puede tragar de amargo que es.
-¿Cómo, amargo…?
-¡Sí…! Mamá hace arcadas cuando lo toma. ¡Pobrecita…cómo sufre!
-Traeme el frasco. –dijo el doctor. Con una cucharita lo probó. –Sí, tenés razón, es amargo… no puede ser…este no es el gusto del remedio que yo le receté. Lo voy a llevar -agregó el doctor y, poniéndo una mano sobre mi cabeza, dijo: -con tus ocho años sos toda una señorita y, además, bien entendida, Cris…
-Doctor, si ud. se lleva el remedio ¿qué le vamos a dar a mamá?
-Cuando venga Águeda, decile que, sin querer, se te rompió el frasco y que yo volveré más tarde a traer otro.
-Bueno –le dije. En cuanto arrancó el coche del doctor, vi que, por el camino, se acercaba Águeda en su bicicleta. Entró y, como ya era la hora de darle el remedio a mi mamá, fue a buscar la botellita. Al no encontrarla me preguntó a mí si sabía dónde estaba. Yo le dije que se me había caído y se había roto.
-¿Pero para qué lo agarraste? –dijo enojada Águeda.
-No –mentí -yo no lo agarré. Se me cayó al pasar con el doctor, cuando lo acompañaba a ver a mi mamá.
-¿Por qué vino tan temprano? –preguntó Águeda.
-¡Yo no le pregunté… no se me ocurrió! –contesté.
-¿Y ahora qué le doy?
Le informé que el doctor volvería a la noche y le traería otro frasco.
-Bueno –dijo, disimulando su fastidio. –El doctor sabe lo que hace -y se fue a ver a mamá, que estaba despierta.
Yo me dirigí a ver si mi hermanita se había despertado de su siesta habitual, pensando que, era probable que estuviera bajándose de la cama, dispuesta a hacer alguna diablura.
Cuando me vio, corrió hacia mí y me abrazó fuertemente. Era muy cariñosa y eso me emocionaba inmensamente.
La vestí y la llevé al comedor para que tomara su taza de leche con pan, pero ella corrió a darle un beso a mamá y luego volvió a tomar su merienda.
Águeda tomó un vaso con agua de la cocina, para llevárselo a mamá. Yo, que estaba observándola, vi que echó en el agua unas gotas de un frasco chiquito, que luego guardó dentro de su cartera, rápidamente.
Ella no se dio cuenta que yo la había visto y, en mi desesperación, para que no se lo diera, salí corriendo y simulando que tropezaba, me caí sobre ella y el vaso voló por el aire, estrellándose contra el piso.
Águeda me levantó bruscamente y me zarandeó, enojada, diciéndome: -¡Cris! ¡Mirá lo que hiciste!
Yo corrí a la cocina y trayendo otro vaso con agua, se lo alcancé, solícita. Luego recogí los vidrios, limpié el piso y me senté al lado de mamá. No sé, pero tenía miedo de dejarla sola con Águeda.
En eso, llegó el doctor, con otro frasco del remedio y se lo dio a Águeda –dale su medicina, por favor,… aunque te veo bien –le dijo a mamá, que se había sentado en la cama.
-Hoy me he sentido bien, sonrió mamá. –No he tomado ese remedio horrible que usted me indicó, hasta ahora.
-Pero…este remedio no puede hacerte mal -le dijo el doctor, dándoselo él mismo. –Este frasco es nuevo, ¿es tan desagradable?
-No –respondió mamá –pero el otro, sí.
-Son ideas tuyas –le contestó el doctor, mientras Águeda arreglaba la cama.
Yo, en un descuido de Águeda, saqué el frasquito de su cartera y lo oculté en el maletín del doctor, sin que nadie me viera. Luego salí al jardín con mi hermanita y me senté cerca del coche, esperando que saliera el doctor.
Cuando se iba, me comentó que recién dentro de tres días tendría el resultado del análisis del remedio que se había llevado en su anterior visita. Entonces, yo, nerviosa por temor a ser descubierta, le dije al doctor que en su maletín había puesto un frasquito que Águeda tenía en su cartera y le conté lo del vaso con agua y lo que yo había hecho para que mamá no bebiera esa agua.
Esto preocupó al doctor y quiso hablar con mi papá. Yo le informé dónde podía encontrarlo y hacia allí se dirigió. Se lo veía muy disgustado.
Entré a casa de la mano de mi hermanita y nos pusimos a jugar. Águeda charlaba con mamá, quien hoy se veía más animada.
En eso, escuché que mamá pidió agua, pero yo no me moví de al lado de mi hermana. Dejé que Águeda fuera a buscarla y la vi levantarse y revolver en su cartera. Su mano iba y venía, nerviosamente, por su interior. De pronto, volcó todo lo que tenía adentro, sobre la mesa de la cocina y su expresión reveló que no entendía por qué le faltaba lo que ella buscaba. Decidida a encontrarlo revisó el piso del dormitorio, de la cocina, del comedor, pero “nada”. Entonces, conteniendo su ira, volvió a poner todo dentro de su cartera y la dejó sobre la silla. Le dio el agua a mamá y ya no charló más.
Yo la miraba con disimulo. Esperaba la pregunta… a lo mejor no me la hacía… pero la hizo: -¿vos encontraste algún frasquito en el piso?
-Yo no vi nada –dije asustada.
-Pero no puede ser porque yo lo tenía en la cartera y ahora no está.
-Cuando se rompió el vaso, yo barrí todo. Tal vez estaba en el suelo y ahora esté en la basura.
Se levantó y fue a revisarla, pero no encontró lo que no estaba.
-Bueno… me voy a casa más temprano porque no me siento bien –dijo Águeda, saludó a mamá y a nosotras nos dijo ¡chau!
La vi partir en la bicicleta. Entonces me acerqué a mamá y le dije que Águeda no me gustaba.
-¿Cómo que no te gusta? ¡Con lo buena que es con nosotros…! ¿Cómo podés ser tan desagradecida…?
No le contesté y, como era la hora del remedio, se lo alcancé. Ella lo bebió sin decir nada.
-¡Qué raro! –pensé -hoy el remedio no le hizo mal y ya lo tomó tres veces.
Ya la noche caía sobre la casa, envolviéndola en sombras y en un silencio profundo.
Llegó papá, cansado del trabajo en el campo, pero con ansias de ver cómo estaba mamá. Y… cuando la vio sonreir, la abrazó profundamente.
-¿Y la comida…? –preguntó papá
-Águeda se fue más temprano, dijo que se sentía mal y ¿ahora qué comemos? –pregunté, sintiéndome culpable de la situación.
-No te preocupes, mi amor…papá va a cocinar algo … vos poné la mesa.
Y mientras papá preparaba la cena, yo le pregunté si había hablado con el doctor.
-Sí, hija mía –me dijo -estoy enterado de todo lo que está haciendo Águeda y mañana mismo, voy a hacer la denuncia a la Policía. Esta chica está loca –agregó. -¿Qué le ha hecho tu pobre madre para querer hacerle tanto daño?
Yo, con mis pobres ocho años, no me daba cuenta del motivo de Águeda, que la llevaba a hacer esa crueldad a mi mamá.
Ayudé a papá a lavar los platos y, después de dejar todo ordenado, como hacía mamá, acosté a mi hermanita de tan solo cinco años, que en su inocencia, no se daba cuenta de nada.
Papá dejó la vela prendida en el comedor, para que iluminara también el dormitorio porque yo tenía miedo a la oscuridad.
Pronto el silencio de la casa hizo que mis ojos se cerraran lentamente, poseídos del sueño reparador.
A las siete de la mañana sonó el despertador y papá se levantó. Después de desayunar y dejarnos el desayuno preparado, me dijo que cuando llegara Águeda no hablara de nada, que hiciera como si nada pasara. Me dio un beso y se fue a la comisaría.
Volvió con una mujer policía, vestida de particular. Por suerte, Águeda no había llegado aún. La mujer se llamaba Anahí y, tranquilizándome, me dijo que ella se iba a quedar, fingiendo ser una prima de mamá y me pidió que la tuteara.
Papá se la presentó a mamá y le explicó el plan que habían acordado. Le dijo que cuando Águeda le diera el remedio, fingiera torpeza y tirara el vaso en la bandeja, en la cual ella se lo alanzaba.
No había terminado de hablar, cuando llegó Águeda, diciendo que había vuelto porque se sentía mejor.
Papá le presentó a Anahí, explicándole que era prima de su mujer y que había venido a visitarla.
-Hoy cocino yo –agregó sonriendo Anahí y, cuando papá se fue, nos sentamos a charlar en el comedor.
A las once, hora de darle el remedio a mamá, Águeda se levantó y fue a la cocina a buscarlo. Anahí continuaba preparando la comida.
Yo miré , nerviosa, la cartera, pero no la tocó. Pero sí vi que metíó su mano en su pecho y sacó un frasquito chiquito.
Disimuladamente, Anahí la observaba y vio, como lo vi yo, que echaba unas gotas en el vaso. Luego guardó el frasquito en su pecho, colocó el vaso sobre la bandeja y se dirigió hacia el dormitorio de mamá. En cuanto Águeda salió de la cocina, Anahí tomó su celular y llamó a la Comisaría.
Escuchamos, desde la cocina, que Águeda le decía a mamá que tomara el remedio y cómo le gritó cuando tiró el vaso en la bandeja.
Rápidamente, Anahí entró al dormitorio y tomó la bandeja, fingiendo ser amable. Pidió a Águeda que preparara otra vez el remedio. –Tené paciencia -le dijo -sabés que está enferma y tiene el pulso malo.
-¡No! -dijo Águeda, fastidiada. –Mejor preparaselo vos Anahí -y se fue a sentar.
En eso, llegó la policía. Águeda se sorprendió y no entendió qué estaba pasando.
-¿Qué ocurre? –preguntó asustada.
Mientras otro policía le colocaba las esposas, Anahí le sacó el frasquito del pecho. Luego juntó el líquido derramado en la bandeja, lo colocó en otro frasco y entregó ambos a su compañero.
Águeda, muy asustada, lloraba a gritos y pedía que su mamá estuviera allí.
Los agentes de policía la introdujeron en un vehículo, para trasladarla a la comisaría. Anahí se fue con ellos.
Un rato después, entró papá y yo me abracé fuertemente a él.
Se sentó un rato en la cama con mamá. De repente, me tomó en brazos, me sentó sobre sus rodillas y me dijo: -Cris, mamá te debe la vida. Si no te hubieras fijado en lo que hacía esa maldita, hoy mamá no estaría viva. ¿Sabés lo que le ponía en el remedio? -me preguntó.
-No papá, no sé…pero sin entender, me di cuenta de que algo malo hacía porque se escondía para hacerlo.
-Gracias a tu forma inteligente de ver las cosas, a pesar de tus pequeños ocho años, hoy esta familia vuelve a ser feliz.
Yo estaba tan emocionada por lo que papá y mamá me decían, que me puse a llorar. Ellos me abrazaron para calmar mi llanto, y lo consiguieron.
En eso, llegó el doctor. Dijo que necesitaba hablar con mis padres. Yo tomé a mi hermanita en brazos y salimos al jardín para que pudieran conversar con tranquilidad.
Nos sentamos en el banco y comencé a hablarle a mi hermanita como si fuera mi muñeca. Le dije que yo la iba a cuidar siempre, para que no le pasara nada triste. Me sentía importante y responsable, a la vez.
En eso, llegó la policía Anahí y entró para hablar con mis padres y escuché, sin quererlo, lo que ella le contó a papá: “que Águeda estaba enamorada de él, desde hacía tiempo y que había planeado matar a su esposa”
-¿Se acuerda de la torta que trajo un día y que sólo enfermó a su esposa?
-¡Sí! –asintió papá.
-Bueno, sólo el pedazo que le dio a ella estaba envenenado. Por eso, a ninguno de ustedes les hizo mal.
-¡Qué desgraciada asesina! –gritó mi padre.
La policía trató de calmarlo y le dijo que la Justicia era la única que podía condenarla. Y continuó diciendo que por lo que había intentado hacer, pasaría muchos años en la cárcel.
Yo me alejé de la puerta y llevé a mi hermanita hasta la hamaca. No quería que oyera cosas que no iba a entender.
Y mientras ella se hamacaba, mostrándome que ya había aprendido a hacerlo sola, yo pensaba que, a pesar de mis pocos años, éste será un recuerdo inolvidable y que cuando sea grande, lo voy a contar con el orgullo de haber salvado la vida de la que me dio el ser.
Miré sonriendo a mi hermanita, que me hacía señas y volví a ser la nena que era. Corrí a empujar la hamaca, mientras los gritos y las risas hendían el aire, como muestra de alegría y de felicidad.

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