18/4/10

¡QUE NOCHE...!

Había cometido el gravísimo error de salir con mi coche, a pesar de que el Servicio meteorológico había anunciado chaparrones aislados.
Pero lo que me atrapó en la ruta, no fue un chaparrón, fue un diluvio espantoso que me obligó a parar sobre la banquina, esperando no sólo que amainara un poco, sino que volviera la luz sobre la autopista. Había un tramo muy grande de camino sin luz. ¿Qué habría pasado…?. ¿Otra faz interrumpida?.
Desesperada en esa boca de lobo, alumbrándome con la linterna, llamé a la policía por mi celular. Menos mal que lo tenía en el coche.
Para peor, el lugar que había elegido cuando entré en la oscuridad de la autopista Richieri, fue parar en la banquina que daba a un barrio de Villa de emergencia de La Matanza.
Cuando me di cuenta, empecé a temblar y, entonces, otra vez llamé a la policía para que me viniera a rescatar. No estaba acostumbrada a viajar de noche y eso me daba miedo. De día podía ir a todas partes, pero de noche, no, era muy miedosa a la oscuridad.
De pronto, alguien golpeó la ventanilla de mi coche y me hizo una seña para que la bajara. Le dije que no.
Era un hombre de mal aspecto y ahí, mi corazón empezó a latir apresuradamente. Como no le bajaba la ventanilla, empezó a mover mi coche como para volcarlo.
Me agaché y como pude, tanteando los números, volví a llamar a la policía. Me respondieron que ya había salido un patrullero para auxiliarme.
Entonces, como ese hombre no se alejaba de mi coche, les dije que como pudiera me iba a alejar de ese lugar, que me buscaran más adelante y les di el número de la chapa otra vez.
Puse el coche en marcha, justo en el momento en que dos hombres más me golpeaban la ventanilla con algo contundente. No sé cómo lo hice, pero en la fuga atropellé al que trataba de romperme el parabrisas, echado sobre mi capot.
Oí gritos y piedras que se estrellaban en la parte trasera de mi coche y, a pesar de la lluvia torrencial, que no me dejaba ver nada y del esfuerzo de mi limpiaparabrisas, por despejarme la visión, me puse detrás de un micro, a prudencial distancia y lo seguí.
Llamé a la policía y dije lo que había pasado, que había atropellado a un hombre y que fueran a auxiliarlo, que yo seguiría al micro para guiarme hasta donde la luz hubiera vuelto en la ruta y que iba al aeropuerto.
Ellos tomaron mis datos personales, por el accidente, y seguí camino hacia el aeropuerto de Ezeiza, pues, esa noche, llegaba mi esposo de un viaje y yo había tenido la mala idea de ir a buscarlo con el coche, en lugar de tomar un remis.
Pero en fin, uno nunca piensa que algo malo puede pasar, la autopista Richieri está muy bien iluminada y parece de día, cuando es de noche. Pero a mí me tocó la peor noche para viajar.
Estaba asustada aún, de la cara de esos forajidos y de cómo querían voltear mi coche y romper el parabrisas.
¿Qué me hubiera pasado si me conseguían sacar del coche…?, ¡No quería pensar más!.
Miré el reloj y me di cuenta que, con tantos problemas, mi marido aterrizaría y yo todavía estaría viajando.
Llegué de nuevo a la parte de la autopista iluminada y dejé atrás el micro, que me había servido de guía, y aceleré. Veía las luces de la ciudad de Gral. Belgrano, que me guiaba a mi derecha, llena de hermosos chalecitos que se veían a la distancia. Me faltaba poco, unos veinte minutos de coche, más o menos.
Pronto vi el puente de acceso al Barrio Nº 1, un hermoso lugar de 450 chalecitos, uno más lindo que otro, con una erguida y majestuosa iglesia, que se hacía ver desde la ruta, al pasar.
Dejé atrás el Mangrullo, aumenté la velocidad de mi coche, al ver las luces del aeropuerto a la distancia y me puse contenta, llegaría a tiempo, me dije.
En eso, vi un coche parado en la banquina y el cuerpo de una mujer caído al lado.. Me hacían señas desesperadas para que parara y así lo hice, parando en la banquina, detrás del coche accidentado.
Al bajar, noté que la mujer que estaba en el suelo se levantaba prontamente y que dos hombres, que me apuntaban con un revólver, me obligaban a bajar.
Maldije el momento de haber querido ayudar. Me empujaron contra un árbol y en un descuido de ellos, tiré el celular al suelo.
Me despojaron de todas mis cosas y se llevaron el coche, con mi cartera y con los bolsos que traía dentro del mismo, con las compras de comestibles, que había hecho en un supermercado.
La mujer que había fingido estar accidentada, antes de irse me dijo, autoritariamente: -tirate al suelo, boca abajo y quedate así diez minutos, si no querés ser boleta- y como en ese momento no venían coches por la otra mano, retomaron de contramano la autopista, rumbo a la capital.
Esperé un rato y luego busqué el celular y llamé, desesperada, a la policía para contarles lo que me había sucedido. Trataron de tranquilizarme y les di el dato de mi coche, por segunda vez, y el de los ladrones, para que los atraparan en la ruta.
El coche policial que había salido en mi busca, habría llegado al lugar del accidente de los ladrones que habían querido asaltarme en la Villa, pensé.
¡A lo mejor, los ladrones se habían escapado con el herido…qué sé yo…!
Pero el coche policial tendría que ver pasar a esto nuevos ladrones, además, ellos llamarían a la policía de la autopista inmediatamente, para que los atraparan.
Miré el reloj y, con amargura, vi que ya había aterrizado el avión de mi marido, entonces, al ver a lo lejos que se acercaban varios coches, les hice señas desesperadas, agitando los brazos, para que pararan.
Dos coches pasaron tan velozmente que, cuando pararon, estaban tan lejos, que no valía la pena retroceder y siguieron.
Otro coche, por suerte, paró y ahí, llorando, le conté lo que me había pasado.
Me hicieron subir al coche y me consolaron diciéndome que por suerte no me habían lastimado.
Llamé al celular de mi marido y cuando me atendió, me preguntó qué me había pasado y dónde estaba, que aún no había llegado.
-No te asustes, mi amor, le dije nerviosa, en menos de diez minutos estoy en el aeropuerto, esperame en la puerta del medio del hall central, chau, y corté.
-Bueno, señora, no llore, tranquilícese que el mal rato ya pasó, me dijo el señor, justo cuando entrábamos al aeropuerto y, acercándose al lugar que había dicho, paró y se bajó, para ayudarme a bajar.
Mi esposo se acercó sin entender, pero el señor le explicó brevemente y le aconsejó ir a ver a la Policía del aeropuerto, para hacer la denuncia.
Tenía un nudo en la garganta, todo me había salido mal esa noche.
Mi esposo me llevó a la confitería para tomar algo y hablar tranquilos.
Cuando le conté mis llamados a la Policía durante el viaje y lo que me había sucedido con el primer asalto y luego, con el segundo, se agarró la cabeza. Luego me dijo que de noche era peligroso parar, si iba sola, que nunca más volviera a hacerlo.
Llamó al mozo, pagó la cuenta y fuimos a la Comisaría del aeropuerto.
Por suerte, el comisario ya sabía todo sobre el robo de mi coche y hacía como media hora que el patrullero había salido en persecución del mismo.
El comisario recibió, en eso, el llamado del patrullero que había salido en persecución de los ladrones y le dijo que, con ayuda del otro patrullero, que había llamado la señora antes, habían capturado a los ladrones.
Nos dijo que fuéramos nosotros enseguida a la comisaría de La Matanza, que era el lugar adonde habían llevado detenidos a los presos.
El comisario nos hizo subir a otro patrullero, que nos llevaría hasta la comisaría.
Le agradecimos, contentos, pues habíamos recuperado nuestro coche, por suerte, y, también, mi cartera y todo lo que me habían robado, en forma personal.
Una vez en el patrullero, le tomé la mano a mi marido y, apretándosela suavemente, le prometí no viajar más de noche, ni parar así de improviso a un fingido accidente y que teniendo un celular, lo usaría para pedir auxilio en un caso similar.
Me acurruqué sobre su hombro, feliz de estar nuevamente juntos y le dije que una vez que todo hubiera vuelto a la normalidad, saldríamos a pasear en nuestro coche recuperado y que el lugar elegido, sería ir a bailar y pasar una noche alegre, para recordarla como un feliz broche de lo que pudo ser una triste fatalidad.
Ël sonrió complacido y le apreté nuevamente su mano. Tenía ganas de darle un beso, pero el policía que manejaba podría vernos y, como dos chicos, cómplices de una travesura, nos miramos nuevamente y nos dijimos, en esa mirada, toda la ternura que afloraba dulcemente en nuestras almas.
La noche de terror había pasado y sólo quedaba un amargo recuerdo de lo que pudo haber sido… y por suerte, no fue.
Y protegida por el abrazo de mi marido, me acurruqué, mimosamente, contra él, mientras el cielo mostraba la inmensidad de su belleza.

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