21/4/10

LA NENA

La soledad es el refugio de los débiles, de los que se niegan a sobrevivir una existencia que, a lo mejor, no tiene el mismo carisma que en años anteriores, porque la vida junta años sobre años en el ser desprevenido y, cuando éste se da cuenta, se niega a vivir con ellos o se niega a sobrellevarlos sobre sus espaldas, como si fuera la peor carga que debiera soportar.
Yo me negaba a esa idea y a ver a otros, practicarla. ¿Cómo podía evitarlo yo sola?
Me puse a pensar… y a pensar… y pronto nació la idea de escribir algo que pudiera tocar bien de cerca a esas personas, que pudiera hacer vibrar las fibras más profundas de su ser y volverlos a la realidad.
Y esa noche, sola en mi habitación, presa de un silencio maravilloso, que yo disfrutaba ampliamente, comencé a escribir, atrapada por la vorágine de mi imaginación.
De pronto, escuché cómo un trueno espantoso se hacía añicos en el cielo. La lluvia caía a raudales contra el vidrio de mi ventana. El viento silbaba con furia una nota triste y repetida, sin melodía alguna.
El cielo se había oscurecido de tal forma, que su negrura era impenetrable.
Los golpes en la puerta me volvieron a la realidad. Al abrirla me quedé muda de asombro. Una criatura, de rostro angelical, completamente empapada, me pedía que la dejara entrar, sollozando quedamente.
No tendría más que tres años y me miraba asustada, tiritando de frío.
La envolví en un toallón y la acerqué al fuego, mientras llenaba con agua caliente la bañadera.
Despojé a la niña de sus ropas mojadas y la sumergí en el agua. La expresión de su rostro cambió, se serenó su mirada y se tornó sonriente. De su boquita fluían palabras continuas y repetidas: ¡Qué lindo! –decía, hundiendo su manito en el agua caliente. -¡Qué lindo! Mientras, yo lavaba su ensortijada cabellera rubia.
La saqué del agua envuelta en mi gran toallón y la sequé rápidamente, lo mismo que a sus cabellos.
¿Pero qué ropa le pondría? Busqué dos remeras y una bombacha mías y se las puse.
La arropé lo mejor que pude y la acosté en mi cama, bien calentita.
-¿Quién era esa nena…? ¿De dónde había aparecido…? –me preguntaba intrigada.
Me asomé a la ventana y nada ni nadie se veían en la calle.
Entonces, me volví hacia ella y tomándole las manitos, le pregunté: ¿De dónde venís…?
-Del tutú. –me respondió, despacito, en su media lengua.
-Y… ¿Dónde esta el tutú? –le pregunté, mientras la zarandeaba para que no se durmiera. Pero todo fue inútil, porque el angelito se quedó profundamente dormido.
Llamé inmediatamente a la comisaría más cercana, para averiguar sobre algún accidente en la ruta, pero nada sabían.
Luego, llamé al hospital y me dijeron que no habían recibido heridos.
Entonces me asusté y pensé que, a lo mejor, la gente estaría tirada en el suelo, sin ningún auxilio.
Corrí a la casa de mi vecina, le expliqué lo que me pasaba y le pedí que se quedara en mi casa, cuidando a la nena, hasta que yo volviera. Y, bien abrigada, con mi capa de lluvia, me dirigí hacia la ruta, con la linterna en la mano y mi celular en el bolsillo.
El viento arreciaba, doblando las copas de los árboles y yo apenas podía caminar. Me sujetaba de los árboles. Y mi capucha dejaba al viento mis cabellos, chorreando agua.
Como pude, me arrastré hasta el camino y con mi linterna, busqué de un lado al otro. Si la nena había llegado a mi casa, yo tenía que llegar a encontrar el auto de donde ella había salido. El coche tenía que estar cerca.
De pronto, me pareció escuchar un quejido. Busqué alumbrándome con la linterna hasta que llegué al puentecito que bordea la ruta. Entonces, con terror, vi el coche hundido en el agua. Me acerqué, como pude, y vi a una joven pareja mal herida, que se quejaba, sin poder moverse.
Llamé con mi celular a la comisaría, les di la posición del auto y les pedí que vinieran pronto porque estas personas se iban a ahogar.
Yo les mantenía las cabezas levantadas, fuera del agua, para que pudieran respirar. Pero el frío era tan intenso que mis manos se congelaban y ya no podía sostenerlas. No sentía mis dedos ni mis pies. Me tranquilicé al escuchar el aullar de la sirena de la policía y, como pude, elevé la linterna para que me ubicaran.
La ambulancia había llegado velozmente y la policía, también. Pero los cuerpos de los jóvenes estaban atrapados en el vehículo y costaba mucho trabajo sacarlos.
Llegó la grúa y, con gran riesgo de caer en el agua, pudo elevar el coche y ponerlo en tierra firme.
La pareja sangraba abundantemente, pero todavía emitían quejidos. Un médico los preparó para sacarlos del coche y llevarlos en la ambulancia hasta el hospital.
Yo fui con ellos, envuelta en una frazada y muerta de frío.
Cuando llegamos al hospital, me llevaron a la sala de guardia para atenderme. Mis manos y mis pies estaban lastimados. A ellos les tomaron radiografías para comprobar si tenían fracturas.
En eso, apareció el comisario y me felicitó por lo que había hecho. –Les salvaste la vida. –me dijo, acariciándome la cabeza- Si no hubieras llegado a tiempo, habrían muerto ahogados.
Lloré de emoción y de alegría. Le dije al comisario que yo era la joven que lo había llamado dos veces por teléfono, por la aparición de la nena, y que ella estaba a salvo en mi casa.
Pronto apareció el médico para dar el parte sobre la salud de los accidentados. Por suerte, sólo habían sufrido fracturas en las piernas, pero no de gravedad y tenían golpes en el resto del cuerpo. Estaban doloridos.
Fuimos los tres hasta la habitación de los esposos, que aún seguían inconscientes.
Dos enfermeras dieron el último toque a los frascos de suero y los dejaron solos con nosotros.
-¡La nena…! -comenzó a decir la joven señora. -¡La nena…! –ya empezaba a reaccionar de su accidente, por suerte.
-¡Está bien señora! –le dije acercándome –Está sana y no se ha lastimado en absoluto.
-Pero… ¿Dónde está?
-Está en mi casa, muy bien cuidada. –le dije, tratando de serenarla.
El comisario se acercó a la joven y le dijo que, gracias a ésta muchacha que tiene las manos y los pies vendados, ellos habían salvado sus vidas. Que nadie había visto el accidente, en esta noche oscura y lluviosa. Y que, gracias a esta jovencita que se empeñó en buscar el tutú, del cual hablaba la nena, estaban ahora con vida.
-¿Cómo te llamás? –me preguntó la señora.
-Viviana –le respondí, angustiada.
-¿Y cómo encontraste a mi nena? –me preguntó después.
-Su nena es muy vivaracha y, solita, llegó a mi puerta, toda sucia y empapada.
-Al verla, no entendí nada. Y cuando le pregunté de dónde venía, me contestó del tutú. Entonces pensé en un accidente. Y luego de bañarla y dejarla calentita en la cama, al cuidado de una vecina, salí a buscar ese tutú… hasta que los encontré a ustedes.
-Dios te bendiga Viviana. A vos te debemos nuestras vidas.
-Y ahora… ¿Qué será de tus manos y de tus pies?
-Pronto mejorará. –acotó el médico. –Sufrió congelamiento en ambas partes al tratar de que ustedes no se ahogaran.
-¡OH! Gracias Viviana… ¿Cómo podremos pagarte todo esto?
-De una sola forma: curándose pronto. –le dije.
Como ya era de madrugada, el comisario me llevó a mi casa, prometiéndole a los esposos que al día siguiente volveríamos al hospital, con la nena.
El día amaneció sin lluvia y el viento había amainado.
Me levanté con la idea de comprar ropa para la nena. Quería llevarla bien arreglada, a ver a su madre.
Salí y le compré botitas, un pantalón, una remera y una camperita con gorrito.
La vestí, le arreglé el pelo y, cuando llegó el comisario, salimos para el hospital.
La nena era preciosa y lucía muy bien.
Fuimos directamente a la sala en donde se hallaban los padres de la criatura. Ya le habíamos avisado a ella que sus padres estaban enyesados así que, cuando los vio, lo recibió bien.
-¡Clarita… qué linda que estás! –exclamó Brígida al ver a su hija.
Ayudada por la enfermera, Clarita abrazó a su madre, con alegría. Luego hizo lo mismo con Alberto, su padre, quien ya había reaccionado bien.
Yo, emocionada, observaba ese cuadro de amor, mientras el comisario tomaba datos del accidente a ambos esposos.
Luego, Clarita se acurrucó sobre mi falda y me dio varios besitos. Era una nena compradora y agradecida.
La enfermera, después de atender a los pacientes, salió de la habitación.
El comisario, luego de recibir la completa descripción del accidente, despachó a su escribiente y quedó en amena charla con los accidentados.
Brígida pidió al comisario que avisara del accidente a sus padres y a los de su esposo, a fin de que los sacaran de ese hospital y los llevaran cerca de su casa.
Comprendí la angustia de Brígida y le prometí que cuidaría a la nena, hasta que llegaran los abuelos.
De modo que ésa noche Clarita volvió a mi casa. Y nos hicimos grandes amigas, durante las tres noches que dormimos juntas.
Llegaron los abuelos y ordenaron las vidas de sus hijos y de su nietecita. Pero… ¡Oh, sorpresa…! Clarita no quería irse de mi casa.
Se había encariñado de tal forma conmigo, que lloraba cuando hablaban de separarnos. Y se abrazaba a mí desesperadamente.
Brígida y Alberto, inmensamente agradecidos conmigo, por haberles salvado la vida a los tres, decidieron, de acuerdo con sus padres, dejar a Clarita unos días más en mi casa. Ya terminaban mis vacaciones la semana entrante. Serían unos días más y Clarita podría entender de a poco, cual era su lugar definitivo.
Y la semana pasó, muy feliz para Clarita y para mí. Y cuando sus abuelos pasaron a buscarla, la nena se negó a irse con ellos.
Yo, nerviosa, trataba de explicar a la niña que tenía que trabajar y estudiar y que ya no podríamos estar tanto tiempo juntas, como cuando estaba de vacaciones, durante las cuales, sí, tenía todo el tiempo libre.
-¿Entonces vas a venir a mi casa…? –preguntó Clarita llorando.
-¡Oh! ¡Si! Claro que voy ir a visitarte seguido.
-¿No te vas a olvidar de mí? –volvió a preguntar Clarita.
-¡Pero no… mi amor…! De vos no me voy a olvidar nunca.
-Te prometo pasar a buscarte para ir a pasear.
-Bueno, pero ahora llevame vos también a casa, con la abuela, así se lo decís a mamá. –pidió tomándola de la mano.

Viviana, sumamente conmovida, aceptó acompañarlas hasta la casa de Clarita. Era la única forma de que la niña volviera con sus padres.
Ya en la casa, Brígida y Alberto, emocionados por el proceder de la niña, le pidieron a Viviana que siguiera visitándolos y que cuando quisiera llevar de paseo a Clarita, lo hiciera, que ellos se lo iban a agradecer siempre.
Y entendieron que la noche de la tragedia, Viviana había significado algo maravilloso para Clarita, quien la sintió como su ángel protector, como la persona que había surgido de una noche de terror para protegerla con el amor que le había demostrado en ese primer encuentro, como si tuviera una varita mágica en sus manos.

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